San Cirilo (315 - 386). Nacido en Cesaréa Marítima, ciudad situada al norte de la región de Samaria. Fue una ciudad portuaria construida por Herodes el Grande entre los años 25 y 13 a.C., y se convirtió en la capital administrativa romana de la provincia a comienzos del año 6 a.C. En 1961 se descubrió en esta ciudad la Piedra de Pilato, el único objeto arqueológico que menciona al prefecto romano Poncio Pilato, que ordenó la crucifixión de Jesús.
San Cirilo fue un obispo de Jerusalén, declarado doctor de la Iglesia en 1883. Hay que contextualizarlo en el Concilio de Nicea y en las disputas contra los arrianos. Eso lo llevó en una ocasión a retirarse a Tarso. En ese tiempo fue oficialmente encargado de vender propiedades de la Iglesia para ayudar a los pobres, al parecer una excusa para apartarlo de enseñar la doctrina del Concilio de Nicea y no la arriana en su catecismo.
Más tarde fue exiliado de Jerusalén, hasta la ascensión del emperador Juliano el Apóstata que le permitió regresar. Pero el emperador Valente, que era arriano, lo volvió a deportar en el año 367. Posteriormente participó en el Primer Concilio de Constantinopla (381). En ese concilio, votó por la aceptación del término homoioussios en el entendido de que hay consubstancialidad de las tres personas de la Trinidad[1], en referencia a la naturaleza de Dios.[2]
He aquí un escrito suyo acerca de la catolicidad[3]:
La Iglesia se llama católica o universal porque está esparcida por todo el orbe de la tierra, del uno al otro confín, y porque de un modo universal y sin defecto enseña todas las verdades de fe que los hombres deben conocer, ya se trate de las cosas visibles o invisibles, de las celestiales o las terrenas; también porque induce al verdadero culto a toda clase de hombres, a los gobernantes y a los simples ciudadanos, a los instruidos y a los ignorantes; y, finalmente, porque cura y sana toda clase de pecados sin excepción, tanto los internos como los externos; ella posee todo género de virtudes, cualquiera que sea su nombre, en hechos y palabras y en cualquier clase de dones espirituales.
Con toda propiedad se la llama Iglesia o convocación, ya que convoca y reúne a todos, como dice el Señor en el libro del Levítico: Convoca a toda la asamblea a la entrada de la Tienda de Reunión. Y es de notar que la primera vez que la Escritura usa esta palabra «convoca» es precisamente en este lugar, cuando el Señor constituye a Aarón como sumo sacerdote. Y en el Deuteronomio Dios dice a Moisés: Convoca el pueblo a asamblea, para que yo le haga oír mis palabras y aprendan a temerme. También vuelve a mencionar el nombre de Iglesia cuando dice, refiriéndose a las tablas de la ley: Y en ellas estaban escritas todas las palabras que el Señor os había dicho en la montaña, de en medio del fuego, el día de la iglesia o convocación; es como si dijera más claramente: «El día en que, llamados por el Señor, os congregasteis.» También el salmista dice: Te daré gracias, Señor, en medio de la gran iglesia, te alabaré entre la multitud del pueblo.
Anteriormente había cantado el salmista: En la iglesia bendecid a Dios, al Señor, estirpe de Israel. Pero nuestro Salvador edificó una segunda Iglesia, formada por los gentiles, nuestra santa Iglesia de los cristianos, acerca de la cual dijo a Pedro: Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y los poderes del infierno no la derrotarán.
En efecto, una vez relegada aquella única iglesia que estaba en Judea, en adelante se van multiplicando por toda la tierra las Iglesias de Cristo, de las cuales se dice en los salmos: Cantad al Señor un cántico nuevo, resuene su alabanza en la iglesia de los fieles. Concuerda con esto lo que dijo el profeta a los judíos: Vosotros no me agradáis -dice el Señor de los ejércitos-, añadiendo a continuación: Desde el oriente hasta el poniente es grande mi nombre entre las naciones.
Acerca de esta misma santa Iglesia católica escribe Pablo a Timoteo: Sabrás ya de este modo cómo debes conducirte en la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad.
En un escrito de sus Catequesis, menciona su enseñanza sobre el Cuerpo y la Sangre[4]:
1. Incluso esta sola enseñanza de Pablo sería suficiente para daros una fe cierta en los divinos misterios. De ellos habéis sido considerados dignos y hechos partícipes del cuerpo y de la sangre del Señor. De él se dice que «la noche en que fue entregado» (I Cor 11,23), nuestro Señor Jesucristo «tomó pan, y después de dar gracias, lo partió» (1 Cor 11,23-24) «y, dándoselo a sus discípulos, dijo: "tomad, comed, éste es mi cuerpo". Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: "Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre"» (Mt 26,26-28). Así pues, si es él el que ha exclamado y ha dicho acerca del pan: «Este es mi cuerpo», ¿quién se atreverá después a dudar? Y si él es el que ha afirmado y dicho: «Esta es mi sangre», ¿quién podrá dudar jamás diciendo que no se trata de su sangre?
2. En una ocasión, en Cana de Galilea, cambió el agua en vino (Jn 2,1-10), que es afín a la sangre. ¿Y ahora creeremos que no es digno de fe al cambiar el vino en sangre? Invitado a unas bodas humanas, realizó aquel prodigio admirable. ¿No confesaremos mucho más que a los hijos del tálamo nupcial les dio para su disfrute su propio cuerpo y sangre?
3. Por ello, tomémoslo, con convicción plena, como el cuerpo y la sangre de Cristo. Pues en la figura de pan se te da el cuerpo, y en la figura de vino se te da la sangre, para que, al tomar el cuerpo y la sangre de Cristo, te hagas partícipe de su mismo cuerpo y de su misma sangre. Así nos convertimos en portadores de Cristo, distribuyendo en nuestros miembros su cuerpo y su sangre. Así, según el bienaventurado Pedro, nos hacemos «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4).
4. En cierta ocasión, discutiendo Jesús con los judíos, decía: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6,53). Pero como aquellos no entendiesen en sentido espiritual lo que se estaba diciendo, se retiraron ofendidos (cf. 6,60) creyendo que les invitaba a comer carnes.
5. Existían también, en la antigua Alianza, los panes de la proposición; pero, puesto que se referían a una alianza caduca, tuvieron un final. Pero, en la nueva Alianza, el pan es celestial y la bebida saludable, y santifican el alma y el cuerpo. Pues, como el pan le va bien al cuerpo, así también el Verbo le va bien al alma.
6. Por lo cual no debes considerar el pan y el vino (de la Eucaristía) como elementos sin mayor significación. Pues, según la afirmación del Señor, son el cuerpo y la sangre de Cristo. Aunque ya te lo sugieren los sentidos, la fe te otorga certidumbre y firmeza. No calibres las cosas por el placer, sino estáte seguro por la fe, más allá de toda duda, de que has sido agraciado con el don del cuerpo y de la sangre de Cristo.
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[1] http://www.mercaba.org/VocTEO/H/homoousios.htm bajado el 8 de junio de 2017
[2] Wikipedia.
[3] http://www.liturgiadelashoras.com.ar/sync/2017/jun/07/oficio.htm
[4] http://www.mercaba.org/TESORO/CIRILO_J/Cirilo_24.htm bajado el 8 de junio de 2017