viernes, 20 de enero de 2023

Iglesias sui iuris y orientales católicas

Una de las entradas que más visitas ha tenido es la de las diferentes iglesias cristianas (y no cristianas) donde se mencionan y su año de creación. Me parece importante una entrada que mencione las Iglesias autónomas en la comunión católica y las Iglesias sui iuris. 

Sui juris es una frase latina que literalmente significa 'de propio derecho'. Indica la capacidad jurídica para manejar sus propios asuntos.

  • Iglesia católica armenia: sigue el rito armenio en el que utiliza como lenguaje litúrgico el idioma armenio clásico escrito en caracteres armenios. Es un Iglesia patriarcal y está presidida por el patriarca de Cilicia cuya sede se encuentra en Bzommar, en el distrito de Keserwan, cerca de Beirut en el Líbano.
  • Iglesia católica caldea: sigue la tradición litúrgica caldea (o siria oriental) en la que utiliza el siríaco oriental como lenguaje litúrgico y el árabe peninsular como lengua auxiliar. Está organizada como Iglesia patriarcal y está presidida por el patriarca de Bagdad de los caldeos, cuya sede se encuentra en Bagdad (Irak).
  • Iglesia católica copta: sigue la tradición litúrgica alejandrina en la que utiliza como lenguaje litúrgico el copto y como lengua auxiliar el árabe. Está organizada como Iglesia patriarcal y está presidida por el patriarca de Alejandría de los coptos católicos, cuya sede se encuentra en Saray El Koubbeh, un suburbio de El Cairo en Egipto.
  • Iglesia católica siria: sigue la tradición litúrgica antioquena (o siria occidental) en la que utiliza como lenguaje litúrgico el siríaco occidental y como lengua auxiliar el árabe. Está organizada como Iglesia patriarcal y está presidida por el patriarca de Antioquía de los sirios católicos, cuya sede se encuentra en Beirut en el Líbano.
  • Iglesia católica maronita: sigue la tradición litúrgica antioquena (o siria occidental) en la que utiliza como lenguaje litúrgico el siríaco occidental y como lengua auxiliar el árabe libanés. Está organizada como Iglesia patriarcal y está presidida por el patriarca de Antioquía de los maronitas, cuya sede se encuentra en Bkerké, en el distrito de Keserwan de la gobernación del Monte Líbano en el Líbano
  • Iglesia greco-melquita católica: sigue la tradición litúrgica constantinopolitana (o bizantina) en la que utiliza como lenguas litúrgicas el griego y el árabe. Está organizada como Iglesia patriarcal y está presidida por el patriarca de Antioquía de los melquitas, cuya sede se encuentra en Damasco en Siria
  • Iglesia católica siro-malabar: sigue la tradición litúrgica caldea (o siria oriental) en la que utiliza como lenguajes litúrgicos el siríaco oriental, malayalam e inglés. Está organizada como Iglesia arzobispal mayor y está presidida por el archieparca mayor de Ernakulam-Angamaly cuya sede curial se encuentra en Cochín en el estado de Kerala en la India
  • Iglesia católica siro-malankar: sigue la tradición litúrgica antioquena (o siria occidental) en la que utiliza como lenguajes litúrgicos el siríaco occidental y el malayalam y como lenguajes auxiliares el tamil, inglés e hindí. Está organizada como Iglesia arzobispal mayor y está presidida por el archieparca mayor de Trivandrum, cuya sede se encuentra en Trivandrum en el estado de Kerala en la India.
  • Iglesia greco-católica ucraniana: sigue la tradición eslava de la liturgia constantinopolitana (o rito bizantino) en la que utiliza como lenguaje litúrgico el eslavo eclesiástico y como lengua auxiliar el ucraniano. Está organizada como Iglesia arzobispal mayor y está presidida por el Arzobispo Mayor de Kiev-Galitzia. Su sede es la catedral patriarcal de la Resurrección de Cristo de Kiev en Ucrania.
  • Iglesia greco-católica rumana: sigue la tradición eslava de la liturgia constantinopolitana (o rito bizantino). Los lenguajes litúrgicos son el rumano y el eslavo eclesiástico. Está organizada como Iglesia archiepiscopal mayor y está presidida por el archieparca mayor de Făgăraș y Alba Iulia. Su sede es la catedral de la Santa Trinidad de Blaj en Rumania
  • Iglesia católica bizantina rutena: sigue la tradición litúrgica constantinopolitana (o bizantina) en la que utiliza como lenguaje litúrgico el eslavo eclesiástico y el ruteno, y en Estados Unidos y Canadá también el inglés. La Iglesia carece de un único jerarca que la presida y se divide en dos ramas independientes entre sí. La rama norteamericana está organizada como Iglesia metropolitana sui iuris y está presidida por el archieparca metropolitano de Pittsburgh, cuya sede se encuentra en Munhall —un suburbio de Pittsburgh— en Estados Unidos. La rama europea se divide en dos jurisdicciones inmediatamente sujetas a la Santa Sede: la eparquía de Mukácheve con sede en Úzhgorod en Ucrania y el exarcado apostólico para los católicos de rito bizantino de la República Checa con sede en Praga.
  • Iglesia greco-católica eslovaca: sigue la tradición litúrgica constantinopolitana (o bizantina) en la que utiliza como lenguaje litúrgico el eslavo eclesiástico y como lengua auxiliar el eslovaco y escasamente el ruteno. Está organizada como Iglesia metropolitana sui iuris y está presidida por el archieparca metropolitano de Prešov, cuya sede se encuentra en Prešov en Eslovaquia.
  • Iglesia greco-católica húngara: sigue la tradición litúrgica constantinopolitana (o bizantina) en la que utiliza como lenguaje litúrgico el húngaro. Está organizada como Iglesia metropolitana sui iuris y está presidida por el archieparca metropolitano de Hajdúdorog, cuya sede se encuentra en Debrecen en Hungría
  • Iglesia católica etiópica: sigue la tradición litúrgica alejandrina en la que utiliza como lenguajes litúrgicos el ge'ez (un lenguaje semítico no hablado desde hace siglos atrás) y el amárico. Está organizada como Iglesia metropolitana sui iuris y es presidida por el archieparca metropolitano de Adís Abeba, cuya sede se encuentra en Adís Abeba en Etiopía
  • Iglesia católica eritrea: sigue la tradición litúrgica alejandrina en la que utiliza como lenguajes litúrgicos el ge'ez (un lenguaje semítico no hablado desde hace siglos atrás) y el tigriña. Está organizada como Iglesia metropolitana sui iuris. Es presidida por el archieparca metropolitano de Asmara, cuya sede se encuentra en Asmara en Eritrea.
  • Iglesia católica bizantina búlgara: sigue la tradición litúrgica constantinopolitana (o bizantina) en la que utiliza como lenguaje litúrgico el eslavo eclesiástico en alfabeto cirílico. La Iglesia está organizada como eparquía de San Juan XXIII de Sofía y su sede es la catedral de la Dormición en Sofía
  • Iglesia católica bizantina ítalo albanesa: sigue la tradición litúrgica constantinopolitana (o bizantina) en la que utiliza como lenguaje litúrgico el griego y como lenguas auxiliares el italiano y el arbëreshë. La Iglesia carece de un jerarca que la presida.
  • Iglesia bizantina católica de Croacia y Serbia: sigue la tradición litúrgica constantinopolitana (o bizantina) en la que utiliza como lenguaje litúrgico el eslavo eclesiástico en alfabeto cirílico y en glagolítico y el ucraniano. Carece de un jerarca que la presida
  • Iglesia greco-católica macedonia: sigue la tradición litúrgica constantinopolitana (o bizantina) en la que utiliza como lenguaje litúrgico el eslavo eclesiástico en alfabeto cirílico y el macedonio. Está organizada como eparquía de la Asunción de la Santísima Virgen María en Strumica-Skopie.
Son bastantes y diversas. Algunas muy pequeñas en territorio y en número de fieles, pero conservan ritos diferentes al romano que le dan riqueza a la Iglesia. Las más impostantes en númdero de fieles son la greco-católica ucraniana, sirio-malabar, maronita, melquita, armenia. caldea y rumana, con números que varían entre quinientos mil y cinco millones.

viernes, 13 de enero de 2023

A propósito de la Pandemia

Homilía Urbi et Orbi. Papa Francisco. 2020

«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió́ una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos. ;

Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió́ a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué́ tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40).

Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá́ sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados.

La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió́ el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así́ de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. 

Con la tempestad, se cayó́ el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.

«¿Por qué́ tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”.

«¿Por qué́ tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Jl 2, 12). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras.

«¿Por qué́ tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere.

El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza.

Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza. «¿Por qué́ tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7).

viernes, 6 de enero de 2023

Resumen: Ciudadanía de la familia, bien de la persona y bien común de la sociedad

Publico un resumen que realicé de un artículo que mepareció bien escrito y esclñarecedor. Proviene de la revista Cuadernos de Pensamiento. Número 27 y está escrito por María Teresa Cid Vázquez. de la  Universidad CEU - San Pablo de Madrid.

En la actualidad el mayor desafío de la familia es de orden cultural.

Nuestra crisis cultural puede describirse con la imagen del náufrago (Granados[1], 2013, 152): su objetivo es mantenerse a flote. No nada para alcanzar la meta, sino para evitar hundirse; le faltan horizonte y ruta. A la vez, el náufrago vive de fragmentos, trozos del barco que ya no navega, piezas aisladas que es imposible recomponer en un todo. Esta fragmentación general tiene sus raíces en una visión individualista del sujeto. Si se empieza desde el “yo” aislado nunca se conseguirá forjar una unidad coherente.

La familia hoy en día se define en función a unas relaciones afectivas y sexuales de carácter privado, que no necesariamente aportan a la sociedad y que separada del matrimonio estable, huye de todo compromiso. Los cimientos son importantes, no porque queramos asentarnos sobre ellos, sino porque queremos ganar altura, construir, levantarnos. Lo esencial no es la seguridad de que no se derrumbarán los muros sino la capacidad de dilatar las paredes (Granados, 2013, 16).

La dificultad reside, más bien, en que no se piensa que el amor sea duradero, que pueda servir de cimiento a una vida. Es decir, hemos perdido la fe en el amor, hoy pocos creen que se pueda construir la vida sobre el amor (Pérez-Soba, 2014b). El amor se considera meramente espontáneo, fuera de toda obligación y se piensa que la verdad del amor se mide sólo por su intensidad. Pareciera que el tiempo se convierte en enemigo del amor, que lo desgasta internamente y lo persigue hasta acabar con él.

No obstante, el individualismo nos hace frágiles. En la naturaleza y lo social, lo débil es lo que está aislado.

La verdadera ayuda a la familia no consiste en que el Estado dé subsidios, disponga guarderías, etc., estas acciones necesarias y positivas no tocan el punto esencial, porque no refuerzan las relaciones familiares.

Los padres, con su fidelidad mutua, dan un testimonio de un tiempo estable, que sostiene el querer del hijo y le ofrece un futuro, para poder dar su palabra. La falta de puntos de referencia, de maestros, de historias narradas, de comunidades vividas, impide la interpretación de las emociones y de los afectos, el reconocimiento de un sentido que permita orientarse. Las verdades implicadas en la vida humana y la familia no son un conjunto de funciones biológicas o sociales, sino que incluyen ante todo y por sí mismas un sentido humano.

Estamos acostumbrados a plantear la familia desde los problemas: económicos, sociales, educativos, y sobre todo morales (Pérez-Soba, 2006, 321). La crisis cultural que atravesamos pone en duda los fundamentos mismos de la vida común, por eso las dificultades que acechan a la familia no son como las de otro tiempo. No se deben solo a la fragilidad humana, que siempre ha existido, son dificultades que tocan el entorno cultural en el que existe la familia y se refieren a la definición misma de familia.

Para concebir a la persona humana se parte de una idea abstracta de un hombre que se basta a sí mismo, que cree realizar su vida sin ayuda de los demás y que, por ello, idealmente se separa de cualquier entorno que pudiera influir demasiado en su definición. Se le mide entonces a partir de sus capacidades productivas y la relativa satisfacción de éstas. Se trata de una visión individualista que pone al margen la morada inicial, que es esencial para que el sujeto pueda crecer y desarrollarse. El clásico rebelde que permanece sin vínculos ni ligaduras tampoco tiene futuro pues su porvenir se le escapa, le es totalmente desconocido e incierto.

La verdadera ayuda a la familia consiste en hacerla capaz de sostener, desde sí misma, a cada uno de sus miembros. La fortaleza, por tanto, está en las relaciones. Esto significa que la solidez de la familia no se encuentra al alcance de sus solas fuerzas, sino en apertura a los demás.

Ninguna familia puede permanecer cerrada en sí misma, si esto ocurriera, dejaría de ser verdaderamente familia. La familia está construida sobre un amor que es siempre más grande que ella, y que orienta hacia grandes horizontes desbordando los límites del hogar. El dinamismo del amor, fundamento de la familia, va más allá de los miembros individuales, para hacerse activo en el corazón del mundo, por eso la familia tiene una importante misión social (Anderson, Granados, 2011, 187).

Existe una correlación positiva y estrecha entre el bien común de la familia y el bien común en la esfera pública. El genoma de la familia es una estructura natural que relaciona entre sí cuatro componentes: el don, la reciprocidad entre las personas, la sexualidad y la generatividad. Cada elemento se define por la relación con los otros elementos. Así, por ejemplo, la sexualidad no es una sexualidad cualquiera, sino que debe ser generativa, y por tanto es aquella que se basa en la diferencia hombre/mujer. El don, no es un don cualquiera, sino un don en un intercambio simbólico regulado por la norma de la reciprocidad. Así comprendida, la familia es una relación de plena reciprocidad entre los sexos y las generaciones, que da lugar a un sistema formado por valores, normas, medios y objetivos que se realizan de un modo dotado de sentido. No es reductible a una estructura de roles (padre, madre, hijos), aunque obviamente existan los roles y son importantes, pero las personas no pueden reducirse a los roles que desempeñan. No se tratan de relaciones funcionales sino interpersonales.

El derecho fundamental a la educación, a la vivienda, al salario mínimo, a los servicios sociales y sanitarios, por ejemplo, no se orientan al bien común si no consideran al individuo en cuanto portador de relaciones familiares, porque si consideran al individuo puro y simple, separado de la comunidad, lesionan el bien común. Incluso los instrumentos para realizar los derechos de las personas deben tener en cuenta las relaciones familiares (en el sistema fiscal, escolar, sanitario, etc.) Solo si las normas de la vida social y los instrumentos de los que se sirven tienen en cuenta las relaciones familiares podremos decir que los objetivos de la esfera pública, civil y política serán objetivos de bien común. De otra forma, las políticas sociales no hacen otra cosa que fragmentar y desviar del bien común[2].

No existe solamente el bien humano de la persona individualmente considerada, existe también el bien humano de la persona en relación con otras personas: es el bien propio de la relación interpersonal como tal, una bondad que no es simplemente la suma de los bienes humanos propios de cada persona. Los bienes humanos de los que hablamos son bienes prácticos, realizados por la libertad de las personas. Por tanto, podríamos decir que el bien humano que es propio de la persona en relación con otras personas se realiza a través de la recta cooperación de cada uno. El bien común es el bien humano inherente a la vida humana vivida en común (Caffarra, 2006; Botturi, 2009, 263).

El bien común, por su naturaleza, a la vez que une a las personas, asegura el verdadero bien de cada una. Para evitar equívocos, conviene precisar la diferencia entre bien común y bien total. Mientras que este último podemos concebirlo metafóricamente como una suma, cuyos sumandos representan los bienes individuales o de los grupos sociales que forman la sociedad, el bien común es más parecido a una multiplicación, cuyos factores representan los bienes de cada uno de los individuos (o grupos). El significado de la metáfora es inmediato. En una suma, aunque se anulen algunos de los sumandos, el resultado total será siempre positivo. Más aun, puede ocurrir que, si el objetivo es maximizar el bien total (por ejemplo, el PIB nacional), convenga anular el bien (o bienestar) de algunos con la condición de que la ganancia en bienestar de otros aumente lo suficiente para compensarlo. Pero con la multiplicación no ocurre lo mismo, ya que la anulación, aunque sea de un único factor, da resultado cero. Dicho, en otros términos, la lógica del bien común no admite sustitución ni compensación: no se puede sacrificar el bien de alguien —cualquiera que sea su situación vital o configuración social— para mejorar el bienestar de otros, por la razón fundamental de que ese alguien es siempre una persona humana. En cambio, para la lógica del bien total ese alguien es un individuo, es decir, un sujeto identificado por una concreta utilidad, y las utilidades, como sabemos, se pueden sumar (o comparar) tranquilamente, porque no tienen cara ni historia, no expresan identidad (Cafarra 2006). Por tanto, el bien común siendo de todos y cada uno, permanece común porque es indivisible y solo juntos es posible alcanzarlo. Es el bien de cada uno considerado solidario del bien de los demás (san Juan Pablo II, 1991, núm. 47; Guadium et spes, 1965, núms. 26, 74).

La definición de bien común que presenta Benedicto XVI en la encíclica Caritas in Veritate está centrada en el amor como fuerza de promoción en el bien: «Hay que tener también en gran consideración el bien común. Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese “todos nosotros”, formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que solo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz» (CV 7).

Benedicto XVI recuerda la definición de bien común del Concilio Vaticano II en la Constitución Gaudium et spes —«El bien común es el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» (GS 26)— para insistir en que éste apunta al nosotros de la comunidad social. Por tanto, lo que está en juego en la convivencia humana no es la mera comunicación de bienes según la regla de la justicia de forma, sino la comunicación entre personas que se acogen y entregan mutuamente a través de la mediación de los bienes para las personas. Así vemos cómo la centralidad del bien común sitúa las relaciones sociales en una perspectiva no simplemente contractual e individualista, sino comunitaria. El bien común no es el bien honesto que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social. Por ello el bien común ha de ser el fin unificador de la convivencia civil, y no la libertad individual.

Se obtienen así los principios fundamentales para la vida social. La libertad no es ya vista como un simple ejercicio de autonomía, al contrario, la libertad se hace posible gracias a la presencia del otro, desde el momento que debe entenderse como una libertad para el don. El hombre es libre no porque no tenga vínculos, sino al contrario, porque pertenece a una familia, a una comunidad que lo acoge y a la cual puede donarse. Es una libertad que construye la ciudad común no a partir del miedo al conflicto sino por el deseo de consolidar las relaciones entre las personas. Se evidencia, por tanto, la subjetividad de la familia. Esto significa que la familia es más que la suma de sus miembros. La comunión que los une hace surgir una novedad que enriquece a todos en el “nosotros” común. Cada uno de sus miembros es quien es, gracias a las relaciones que los unen entre sí.

La vocación al bien común forma parte de la vocación al amor de todo ser humano (Cid Vázquez, 2009). El bien común, concebido como el bien de vivir en comunión, ha de constituir una experiencia primordial de toda sociedad. Esta experiencia de que vivir juntos es un bien anterior a cualquier beneficio utilitarista que nos pueda reportar, es vivida y aprendida en la familia fundada en el matrimonio. En efecto, la familia es la primera escuela en la que se verifica la experiencia del bien común, un ámbito privilegiado en el que padres e hijos aprenden por experiencia, de forma práctica, el verdadero sentido del bien común. Es en ella donde se aprende que el lugar de la primaria e insustituible experiencia del bien es la relación. En la familia cada persona es reconocida y querida por sí misma. Este ser amado incondicionalmente es lo que permite entender que el hecho de vivir unidos es ya, de por sí, un bien anterior a cualquier ventaja práctica que nos reporte. De este modo, cada persona está llamada a comprender que si participa de la familia no es simplemente por los beneficios que recibe de ella, sino porque pertenece constitutivamente a un “nosotros” mayor que él mismo. Gracias a este afecto y sentido de pertenencia, por el que alguien se sabe miembro de una familia, uno puede ir descubriendo progresivamente otros ámbitos de participación (escuela, trabajo, sociedad, etc.)

El matrimonio crea una comunión de personas que es, en sí misma, el verdadero bien común de los esposos. El consentimiento matrimonial constituye y expresa este bien común conyugal. La vida en común de los cónyuges no priva a cada uno de su libertad individual, sino que la promueve y enriquece. De este modo, como afirmó san Juan Pablo II: «El bien común, por su naturaleza, a la vez que une a las personas, asegura el verdadero bien de cada una» (Carta a las familias 10). La participación de los cónyuges en el bien común conyugal alcanza su vértice en la generación de los hijos. Los hijos, fruto del amor conyugal, son el bien común de los padres que han de ser amados por sí mismos (ib., 11).

La aceptación del don de la vida como motor del desarrollo social está inseparablemente unida a la percepción de que la vida humana es un bien singular, fundamento de todos los demás bienes y por ello, fuente de sentido para las acciones humanas. Los bienes principales de la vida nos son dados gratuitamente, y por esta razón la gratuidad está en la base de todas las relaciones sociales. En la familia, los hijos aprenden a recibir con gratitud la herencia de sus padres y antepasados, que les equipa para el futuro. De este modo, la familia transforma la comunión conyugal en una comunión de generaciones.

La definición de capital social puede ayudarnos a entender el papel de la familia (Donati[3], Tronca, 2008). El capital social consiste, de acuerdo con los economistas, en una serie de valores sociales ―como la confianza, la generosidad, la tendencia a asistir a los necesitados…― que, aunque no son mensurables en términos financieros, resultan imprescindibles para la buena marcha de la sociedad. Quien se casa establece una relación de confianza y cooperación solidaria basada sobre la reciprocidad, por eso crea capital social para sí y para la comunidad. Por eso puede reivindicar el derecho a ser reconocida como sujeto social y jurídico (Melina, 2013, 149-167). Esencial para esta nueva visión del bien común es el nacimiento del hijo. Se ve de esta manera la importancia de la paternidad y a la maternidad como primera forma de abrir la familia más allá de sí misma. Se puede comprender de esta manera que el verdadero bien común de la sociedad es la persona, como lo destaca san Juan Pablo II en la Carta a las familias (núm. 11) y Benedicto XVI, en Caritas in Veritate (núm. 51).

La base adecuada de todo obrar en común con otros y de toda comunidad es el bien común. El bien común de una comunidad de personas que obran no puede ser más que la realización de cada una de sus personas mediante la acción, y esto exige no solamente que la acción esté orientada hacia el bien, sino también que sea propiamente una acción de la persona. Es por esto que no hay bien común sin participación y aquí se halla la única manera personalista de realizar una acción colectiva. En este sentido, el bien común funda toda auténtica comunidad humana, que existe como una comunidad propiamente humana en la medida misma en que está unificada por un bien común, objetivamente verdadero y subjetivamente vivido como tal por sus miembros. El fundamento más radical de la participación no es la capacidad de tomar parte en tal o cual comunidad particular, sino, más profundamente, la capacidad de participar, como hombre, en la humanidad de todo otro hombre (Buttiglione, 1992, 202).

Gracias a su inteligencia el hombre puede descubrir el bien que comparte con otros hombres como un fin de sus actos. Ello permite configurar un verdadero y propio “ethos” social, que comprende una serie de preferencias, de relaciones y motivaciones que se transmiten a través de la cultura, y que son fundamentales para la sociedad en su conjunto. Por tanto, es erróneo considerar el ámbito social como un mero sistema de acuerdos garantizados por un sistema procedimental. Cuando la realidad social se separa de una idea real y fuerte de bien, se produce una desmoralización de la misma, ya que se comienzan a considerar negociables incluso los bienes excelentes que deberían ser los pilares de la convivencia[4] (Taylor, 1989).

Desde finales del siglo XX, en los discursos políticos, sociales, y en los medios de comunicación, se multiplican las referencias al término “ciudadanía”, ¿qué razones hay detrás de la actualidad de un término tan antiguo? Ciertamente, en un contexto marcado por la globalización, la distancia cada vez mayor entre los ciudadanos y las instituciones, la debilidad de la solidaridad social, y la emergencia de particularismos nacionalistas, podrían señalarse múltiples razones, sin embargo, una parece ser la base sobre la que se asientan las demás: la necesidad de generar entre los miembros de las sociedades postindustriales un tipo de identidad en la que se reconozcan pertenecientes a ellas.

¿Significa esto que la ciudadanía, entendida como pertenencia a una comunidad política en la que se gozan de derechos civiles, políticos y sociales, se ha convertido en una palabra hueca? En los años sesenta y setenta del siglo pasado, el sociólogo Daniel Bell destacó que las sociedades cuya clave moral es el individualismo hedonista, tendrían importantes dificultades para superar las crisis. Y se lamentaba de que no existiese ninguna teoría sociológica del hogar público, ni una filosofía política que tratase de elaborar una teoría de la justicia distributiva basada en el carácter central del hogar público en la sociedad.

Donati ha acuñado el concepto de ciudadanía de la familia, que presenta la familia como una relación social, y no solamente como un lugar de afectos y sentimientos, o como la suma de una casa y un patrimonio. La familia es y sigue siendo la raíz de la sociedad. La expresión raíz de la sociedad es preciso comprenderla no según una analogía biológica, sino sociológica (Donati, 2013). Para ello es necesario recurrir a una razón relacional, y no únicamente a una razón técnica, instrumental o funcional. Esta razón es capaz de descubrir que la familia constituye el bien relacional primario del que depende la realización de la persona y de la sociedad.



[1] Ninguna familia es una isla.

[2] El niño o joven con relaciones familiares estables capta los contenidos curriculares mejor que aquellos que viven en la ruptura familiar. Pero a la escuela se le pide que también enseñe el valor de la solidaridad, de la generosidad, de la cooperación, que en realidad sólo se adquieren en el seno del amor. Pero lo institucional no puede dar amor. Sólo en la familia se adquiere un profundo sentido del amor.

[3] Donati ha acuñado el concepto de ciudadanía de la familia, que presenta la familia como una relación social, y no solamente como un lugar de afectos y sentimientos, o como la suma de una casa y un patrimonio. La familia es y sigue siendo la raíz de la sociedad. La expresión raíz de la sociedad es preciso comprenderla no según una analogía biológica, sino sociológica (Donati, 2013). Para ello es necesario recurrir a una razón relacional, y no únicamente a una razón técnica, instrumental o funcional. Esta razón es capaz de descubrir que la familia constituye el bien relacional primario del que depende la realización de la persona y de la sociedad.

[4] Cuando se reclama “el derecho a tener hijos”, se están considerando a las personas como productos. Cuando se alquilan los vientres para la gestación, se están considerando a las personas como productos. Cuando se conforman bancos de esperma para su venta, se están considerando a las personas como productos.