Publico un resumen que realicé de un artículo que mepareció bien escrito y esclñarecedor. Proviene de la revista Cuadernos de Pensamiento. Número 27 y está escrito por María Teresa Cid Vázquez. de la Universidad CEU - San Pablo de Madrid.
En la actualidad el mayor desafío de la familia es de orden cultural.
Nuestra crisis cultural puede describirse con la imagen del náufrago (Granados[1], 2013, 152): su objetivo es mantenerse a flote. No nada para alcanzar la meta, sino para evitar hundirse; le faltan horizonte y ruta. A la vez, el náufrago vive de fragmentos, trozos del barco que ya no navega, piezas aisladas que es imposible recomponer en un todo. Esta fragmentación general tiene sus raíces en una visión individualista del sujeto. Si se empieza desde el “yo” aislado nunca se conseguirá forjar una unidad coherente.
La familia hoy en día se define en función a unas relaciones afectivas y sexuales de carácter privado, que no necesariamente aportan a la sociedad y que separada del matrimonio estable, huye de todo compromiso. Los cimientos son importantes, no porque queramos asentarnos sobre ellos, sino porque queremos ganar altura, construir, levantarnos. Lo esencial no es la seguridad de que no se derrumbarán los muros sino la capacidad de dilatar las paredes (Granados, 2013, 16).
La dificultad reside, más bien, en que no se piensa que el amor sea duradero, que pueda servir de cimiento a una vida. Es decir, hemos perdido la fe en el amor, hoy pocos creen que se pueda construir la vida sobre el amor (Pérez-Soba, 2014b). El amor se considera meramente espontáneo, fuera de toda obligación y se piensa que la verdad del amor se mide sólo por su intensidad. Pareciera que el tiempo se convierte en enemigo del amor, que lo desgasta internamente y lo persigue hasta acabar con él.
No obstante, el individualismo nos hace frágiles. En la naturaleza y lo social, lo débil es lo que está aislado.
La verdadera ayuda a la familia no consiste en que el Estado dé subsidios, disponga guarderías, etc., estas acciones necesarias y positivas no tocan el punto esencial, porque no refuerzan las relaciones familiares.
Los padres, con su fidelidad mutua, dan un testimonio de un tiempo estable, que sostiene el querer del hijo y le ofrece un futuro, para poder dar su palabra. La falta de puntos de referencia, de maestros, de historias narradas, de comunidades vividas, impide la interpretación de las emociones y de los afectos, el reconocimiento de un sentido que permita orientarse. Las verdades implicadas en la vida humana y la familia no son un conjunto de funciones biológicas o sociales, sino que incluyen ante todo y por sí mismas un sentido humano.
Estamos acostumbrados a plantear la familia desde los problemas: económicos, sociales, educativos, y sobre todo morales (Pérez-Soba, 2006, 321). La crisis cultural que atravesamos pone en duda los fundamentos mismos de la vida común, por eso las dificultades que acechan a la familia no son como las de otro tiempo. No se deben solo a la fragilidad humana, que siempre ha existido, son dificultades que tocan el entorno cultural en el que existe la familia y se refieren a la definición misma de familia.
Para concebir a la persona humana se parte de una idea abstracta de un hombre que se basta a sí mismo, que cree realizar su vida sin ayuda de los demás y que, por ello, idealmente se separa de cualquier entorno que pudiera influir demasiado en su definición. Se le mide entonces a partir de sus capacidades productivas y la relativa satisfacción de éstas. Se trata de una visión individualista que pone al margen la morada inicial, que es esencial para que el sujeto pueda crecer y desarrollarse. El clásico rebelde que permanece sin vínculos ni ligaduras tampoco tiene futuro pues su porvenir se le escapa, le es totalmente desconocido e incierto.
La verdadera ayuda a la familia consiste en hacerla capaz de sostener, desde sí misma, a cada uno de sus miembros. La fortaleza, por tanto, está en las relaciones. Esto significa que la solidez de la familia no se encuentra al alcance de sus solas fuerzas, sino en apertura a los demás.
Ninguna familia puede permanecer cerrada en sí misma, si esto ocurriera, dejaría de ser verdaderamente familia. La familia está construida sobre un amor que es siempre más grande que ella, y que orienta hacia grandes horizontes desbordando los límites del hogar. El dinamismo del amor, fundamento de la familia, va más allá de los miembros individuales, para hacerse activo en el corazón del mundo, por eso la familia tiene una importante misión social (Anderson, Granados, 2011, 187).
El derecho fundamental a la educación, a la vivienda, al salario mínimo, a los servicios sociales y sanitarios, por ejemplo, no se orientan al bien común si no consideran al individuo en cuanto portador de relaciones familiares, porque si consideran al individuo puro y simple, separado de la comunidad, lesionan el bien común. Incluso los instrumentos para realizar los derechos de las personas deben tener en cuenta las relaciones familiares (en el sistema fiscal, escolar, sanitario, etc.) Solo si las normas de la vida social y los instrumentos de los que se sirven tienen en cuenta las relaciones familiares podremos decir que los objetivos de la esfera pública, civil y política serán objetivos de bien común. De otra forma, las políticas sociales no hacen otra cosa que fragmentar y desviar del bien común[2].
No existe solamente el bien humano de la persona individualmente considerada, existe también el bien humano de la persona en relación con otras personas: es el bien propio de la relación interpersonal como tal, una bondad que no es simplemente la suma de los bienes humanos propios de cada persona. Los bienes humanos de los que hablamos son bienes prácticos, realizados por la libertad de las personas. Por tanto, podríamos decir que el bien humano que es propio de la persona en relación con otras personas se realiza a través de la recta cooperación de cada uno. El bien común es el bien humano inherente a la vida humana vivida en común (Caffarra, 2006; Botturi, 2009, 263).
El bien común, por su naturaleza, a la vez que une a las personas, asegura el verdadero bien de cada una. Para evitar equívocos, conviene precisar la diferencia entre bien común y bien total. Mientras que este último podemos concebirlo metafóricamente como una suma, cuyos sumandos representan los bienes individuales o de los grupos sociales que forman la sociedad, el bien común es más parecido a una multiplicación, cuyos factores representan los bienes de cada uno de los individuos (o grupos). El significado de la metáfora es inmediato. En una suma, aunque se anulen algunos de los sumandos, el resultado total será siempre positivo. Más aun, puede ocurrir que, si el objetivo es maximizar el bien total (por ejemplo, el PIB nacional), convenga anular el bien (o bienestar) de algunos con la condición de que la ganancia en bienestar de otros aumente lo suficiente para compensarlo. Pero con la multiplicación no ocurre lo mismo, ya que la anulación, aunque sea de un único factor, da resultado cero. Dicho, en otros términos, la lógica del bien común no admite sustitución ni compensación: no se puede sacrificar el bien de alguien —cualquiera que sea su situación vital o configuración social— para mejorar el bienestar de otros, por la razón fundamental de que ese alguien es siempre una persona humana. En cambio, para la lógica del bien total ese alguien es un individuo, es decir, un sujeto identificado por una concreta utilidad, y las utilidades, como sabemos, se pueden sumar (o comparar) tranquilamente, porque no tienen cara ni historia, no expresan identidad (Cafarra 2006). Por tanto, el bien común siendo de todos y cada uno, permanece común porque es indivisible y solo juntos es posible alcanzarlo. Es el bien de cada uno considerado solidario del bien de los demás (san Juan Pablo II, 1991, núm. 47; Guadium et spes, 1965, núms. 26, 74).
La definición de bien común que presenta Benedicto XVI en la encíclica Caritas in Veritate está centrada en el amor como fuerza de promoción en el bien: «Hay que tener también en gran consideración el bien común. Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese “todos nosotros”, formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que solo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz» (CV 7).
Benedicto XVI recuerda la definición de bien común del Concilio Vaticano II en la Constitución Gaudium et spes —«El bien común es el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» (GS 26)— para insistir en que éste apunta al nosotros de la comunidad social. Por tanto, lo que está en juego en la convivencia humana no es la mera comunicación de bienes según la regla de la justicia de forma, sino la comunicación entre personas que se acogen y entregan mutuamente a través de la mediación de los bienes para las personas. Así vemos cómo la centralidad del bien común sitúa las relaciones sociales en una perspectiva no simplemente contractual e individualista, sino comunitaria. El bien común no es el bien honesto que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social. Por ello el bien común ha de ser el fin unificador de la convivencia civil, y no la libertad individual.
Se obtienen así los principios fundamentales para la vida social. La libertad no es ya vista como un simple ejercicio de autonomía, al contrario, la libertad se hace posible gracias a la presencia del otro, desde el momento que debe entenderse como una libertad para el don. El hombre es libre no porque no tenga vínculos, sino al contrario, porque pertenece a una familia, a una comunidad que lo acoge y a la cual puede donarse. Es una libertad que construye la ciudad común no a partir del miedo al conflicto sino por el deseo de consolidar las relaciones entre las personas. Se evidencia, por tanto, la subjetividad de la familia. Esto significa que la familia es más que la suma de sus miembros. La comunión que los une hace surgir una novedad que enriquece a todos en el “nosotros” común. Cada uno de sus miembros es quien es, gracias a las relaciones que los unen entre sí.
La vocación al bien común forma parte de la vocación al amor de todo ser humano (Cid Vázquez, 2009). El bien común, concebido como el bien de vivir en comunión, ha de constituir una experiencia primordial de toda sociedad. Esta experiencia de que vivir juntos es un bien anterior a cualquier beneficio utilitarista que nos pueda reportar, es vivida y aprendida en la familia fundada en el matrimonio. En efecto, la familia es la primera escuela en la que se verifica la experiencia del bien común, un ámbito privilegiado en el que padres e hijos aprenden por experiencia, de forma práctica, el verdadero sentido del bien común. Es en ella donde se aprende que el lugar de la primaria e insustituible experiencia del bien es la relación. En la familia cada persona es reconocida y querida por sí misma. Este ser amado incondicionalmente es lo que permite entender que el hecho de vivir unidos es ya, de por sí, un bien anterior a cualquier ventaja práctica que nos reporte. De este modo, cada persona está llamada a comprender que si participa de la familia no es simplemente por los beneficios que recibe de ella, sino porque pertenece constitutivamente a un “nosotros” mayor que él mismo. Gracias a este afecto y sentido de pertenencia, por el que alguien se sabe miembro de una familia, uno puede ir descubriendo progresivamente otros ámbitos de participación (escuela, trabajo, sociedad, etc.)
El matrimonio crea una comunión de personas que es, en sí misma, el verdadero bien común de los esposos. El consentimiento matrimonial constituye y expresa este bien común conyugal. La vida en común de los cónyuges no priva a cada uno de su libertad individual, sino que la promueve y enriquece. De este modo, como afirmó san Juan Pablo II: «El bien común, por su naturaleza, a la vez que une a las personas, asegura el verdadero bien de cada una» (Carta a las familias 10). La participación de los cónyuges en el bien común conyugal alcanza su vértice en la generación de los hijos. Los hijos, fruto del amor conyugal, son el bien común de los padres que han de ser amados por sí mismos (ib., 11).
La aceptación del don de la vida como motor del desarrollo social está inseparablemente unida a la percepción de que la vida humana es un bien singular, fundamento de todos los demás bienes y por ello, fuente de sentido para las acciones humanas. Los bienes principales de la vida nos son dados gratuitamente, y por esta razón la gratuidad está en la base de todas las relaciones sociales. En la familia, los hijos aprenden a recibir con gratitud la herencia de sus padres y antepasados, que les equipa para el futuro. De este modo, la familia transforma la comunión conyugal en una comunión de generaciones.
La definición de capital social puede ayudarnos a entender el papel de la familia (Donati[3], Tronca, 2008). El capital social consiste, de acuerdo con los economistas, en una serie de valores sociales ―como la confianza, la generosidad, la tendencia a asistir a los necesitados…― que, aunque no son mensurables en términos financieros, resultan imprescindibles para la buena marcha de la sociedad. Quien se casa establece una relación de confianza y cooperación solidaria basada sobre la reciprocidad, por eso crea capital social para sí y para la comunidad. Por eso puede reivindicar el derecho a ser reconocida como sujeto social y jurídico (Melina, 2013, 149-167). Esencial para esta nueva visión del bien común es el nacimiento del hijo. Se ve de esta manera la importancia de la paternidad y a la maternidad como primera forma de abrir la familia más allá de sí misma. Se puede comprender de esta manera que el verdadero bien común de la sociedad es la persona, como lo destaca san Juan Pablo II en la Carta a las familias (núm. 11) y Benedicto XVI, en Caritas in Veritate (núm. 51).
La base adecuada de todo obrar en común con otros y de toda comunidad es el bien común. El bien común de una comunidad de personas que obran no puede ser más que la realización de cada una de sus personas mediante la acción, y esto exige no solamente que la acción esté orientada hacia el bien, sino también que sea propiamente una acción de la persona. Es por esto que no hay bien común sin participación y aquí se halla la única manera personalista de realizar una acción colectiva. En este sentido, el bien común funda toda auténtica comunidad humana, que existe como una comunidad propiamente humana en la medida misma en que está unificada por un bien común, objetivamente verdadero y subjetivamente vivido como tal por sus miembros. El fundamento más radical de la participación no es la capacidad de tomar parte en tal o cual comunidad particular, sino, más profundamente, la capacidad de participar, como hombre, en la humanidad de todo otro hombre (Buttiglione, 1992, 202).
Gracias a su inteligencia el hombre puede descubrir el bien que comparte con otros hombres como un fin de sus actos. Ello permite configurar un verdadero y propio “ethos” social, que comprende una serie de preferencias, de relaciones y motivaciones que se transmiten a través de la cultura, y que son fundamentales para la sociedad en su conjunto. Por tanto, es erróneo considerar el ámbito social como un mero sistema de acuerdos garantizados por un sistema procedimental. Cuando la realidad social se separa de una idea real y fuerte de bien, se produce una desmoralización de la misma, ya que se comienzan a considerar negociables incluso los bienes excelentes que deberían ser los pilares de la convivencia[4] (Taylor, 1989).
Desde finales del siglo XX, en los discursos políticos, sociales, y en los medios de comunicación, se multiplican las referencias al término “ciudadanía”, ¿qué razones hay detrás de la actualidad de un término tan antiguo? Ciertamente, en un contexto marcado por la globalización, la distancia cada vez mayor entre los ciudadanos y las instituciones, la debilidad de la solidaridad social, y la emergencia de particularismos nacionalistas, podrían señalarse múltiples razones, sin embargo, una parece ser la base sobre la que se asientan las demás: la necesidad de generar entre los miembros de las sociedades postindustriales un tipo de identidad en la que se reconozcan pertenecientes a ellas.
¿Significa esto que la ciudadanía, entendida como pertenencia a una comunidad política en la que se gozan de derechos civiles, políticos y sociales, se ha convertido en una palabra hueca? En los años sesenta y setenta del siglo pasado, el sociólogo Daniel Bell destacó que las sociedades cuya clave moral es el individualismo hedonista, tendrían importantes dificultades para superar las crisis. Y se lamentaba de que no existiese ninguna teoría sociológica del hogar público, ni una filosofía política que tratase de elaborar una teoría de la justicia distributiva basada en el carácter central del hogar público en la sociedad.
Donati ha acuñado el concepto de ciudadanía de la familia, que presenta la familia como una relación social, y no solamente como un lugar de afectos y sentimientos, o como la suma de una casa y un patrimonio. La familia es y sigue siendo la raíz de la sociedad. La expresión raíz de la sociedad es preciso comprenderla no según una analogía biológica, sino sociológica (Donati, 2013). Para ello es necesario recurrir a una razón relacional, y no únicamente a una razón técnica, instrumental o funcional. Esta razón es capaz de descubrir que la familia constituye el bien relacional primario del que depende la realización de la persona y de la sociedad.
[1] Ninguna familia es una isla.
[2] El niño o joven con relaciones familiares estables capta los contenidos curriculares mejor que aquellos que viven en la ruptura familiar. Pero a la escuela se le pide que también enseñe el valor de la solidaridad, de la generosidad, de la cooperación, que en realidad sólo se adquieren en el seno del amor. Pero lo institucional no puede dar amor. Sólo en la familia se adquiere un profundo sentido del amor.
[3] Donati ha acuñado el concepto de ciudadanía de la familia, que presenta la familia como una relación social, y no solamente como un lugar de afectos y sentimientos, o como la suma de una casa y un patrimonio. La familia es y sigue siendo la raíz de la sociedad. La expresión raíz de la sociedad es preciso comprenderla no según una analogía biológica, sino sociológica (Donati, 2013). Para ello es necesario recurrir a una razón relacional, y no únicamente a una razón técnica, instrumental o funcional. Esta razón es capaz de descubrir que la familia constituye el bien relacional primario del que depende la realización de la persona y de la sociedad.
[4] Cuando se reclama “el derecho a tener hijos”, se están considerando a las personas como productos. Cuando se alquilan los vientres para la gestación, se están considerando a las personas como productos. Cuando se conforman bancos de esperma para su venta, se están considerando a las personas como productos.
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