Continúo con la exposición de las liturgias más significativas y ricas del año litúrgico. Ahora, la del Viernes Santo, en la que se recuerda la Pasión del Señor, acto supremo de amor de Dios en favor de los hombres. La segunda parte es la "adoración de la cruz", no como acto de adoración a un material, sino como acto de adoración y agradecimiento a aquel que en dicho instrumento de martirio entrega su vida voluntariamente por cada uno de nosotros. Y en la parte final, se recuerda cuán doloroso fue para la madre de Jesús presenciar y aceptar en el corazón la oblación de su hijo. Es una invitación a hacernos uno con ella para experimentar en nuestro propio corazón dicho dolor, porque no hay amor tan profundo como el de una madre por su hijo, y de esa manera hacernos presentes de una manera especial en la Pasión de Jesús.
VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
Según una antigua tradición, la Iglesia, ni el viernes ni el sábado
se celebran los sacramentos excepto, la Reconciliación y la Unción de los enfermos.
En este día la comunión se distribuye a los fieles únicamente dentro
de la celebración de la Pasión del Señor. Únicamente a los enfermos que no
pueden asistir a esta celebración, se les puede llevar la comunión en cualquier
momento del día.
El altar debe estar totalmente desnudo: sin cruz, sin candelabros y
sin manteles.
Celebración
de la Pasión del Señor
Después del mediodía, alrededor de las tres de la tarde, se realiza
la celebración de la Pasión del Señor, que consta de tres partes: Liturgia de
la Palabra, adoración de la Cruz, y sagrada Comunión.
La celebración comienza en silencio. Si hay que decir algunas
palabras de introducción, debe hacerse antes de la entrada de los ministros. El
sacerdote y los diáconos, revestidos con los ornamentos rojos como para la
Misa, se dirigen en silencio al altar, hacen reverencia y se postran rostro en
tierra o, según las circunstancias, se arrodillan; los fieles también se arrodillan
y todos oran en silencio por unos momentos.
Después, el sacerdote, con los ministros, se dirige a la sede donde,
vuelto hacia el pueblo, con las manos juntas, dice una de las dos oraciones
siguientes:
Sacerdote: Acuérdate, Señor, de tu gran misericordia
y santifica con tu eterna protección
a esta familia tuya por la que Jesucristo
realizó el misterio pascual derramando su sangre en la cruz.
Él, que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo y es Dios
por los siglos de los siglos.
Fieles: Amén.
O bien:
Sacerdote: Dios y Padre nuestro,
la Pasión de nuestro Señor Jesucristo nos libró de la muerte,
transmitida de generación en generación
a causa del pecado original.
Te pedimos que nos identifiques con tu Hijo
para que nuestra humanidad revestida de la imagen terrena
quede también, por tu acción santificadora,
revestida de la imagen celestial.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo
que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo,
y es Dios, por los siglos de los siglos.
Fieles: Amén.
Primera
parte: Liturgia de la Palabra
Todos se sientan y se proclama la lectura del profeta Isaías
(52,13-53,12) con el salmo correspondiente.
Sigue la segunda lectura tomada de la carta a los Hebreos (4,14-16;
5,7-9) y el canto antes del Evangelio.
Luego se lee la historia de la Pasión del Señor según san Juan
(18,1-19,42) del mismo modo que el domingo precedente, es decir, sin cirios ni
incienso; se omite el saludo y la signación del libro de la Palabra. La lectura
está a cargo de un diácono o, en su defecto, del mismo sacerdote. Sin embargo, se
suele encomendar a lectores laicos las distintas partes reservando al diácono o
al sacerdote la parte correspondiente a Cristo.
Concluida la lectura de la Pasión, el sacerdote realiza hágase una
breve homilía, y terminada ésta los fieles pueden ser invitados a hacer un
tiempo de oración en silencio.
La liturgia de la Palabra concluye con la Oración Universal que se
hace de este modo: el diácono o en su ausencia un laico, desde el ambón, dice
la invitación que expresa la intención de la plegaria; después todos oran en
silencio durante unos momentos y, seguidamente, el sacerdote, con las manos
extendidas, dice la plegaria en sí misma. Los fieles pueden permanecer de
rodillas o de pie durante toda la oración.
I. Por la santa Iglesia.
Oremos, queridos hermanos, por la santa Iglesia:
que Dios le conceda la paz y la unidad,
la proteja en toda la tierra
y nos permita vivir en calma y serenidad
para glorificarlo como Padre todopoderoso.
Oración en silencio.
Sacerdote, con las manos extendidas:
Dios todopoderoso y eterno,
que en Cristo revelas tu gloria a todos los pueblos,
protege a la Iglesia, obra de tu misericordia,
para que, extendida por todo el mundo,
persevere con fe inquebrantable
en la confesión de tu Nombre.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Fieles: Amén.
II. Por el Papa.
Oremos también por nuestro santo Padre, el Papa N.,
llamado por Dios, nuestro Señor, al orden episcopal:
que Él lo asista y proteja en bien de su Iglesia,
para gobernar al pueblo santo de Dios.
Oración en silencio. Prosigue el sacerdote, con las manos extendidas:
Dios todopoderoso y eterno,
con tu sabiduría ordenas todas las cosas;
escucha nuestra oración y protege con amor al Papa que nos diste,
para que el pueblo cristiano que tú gobiernas
progrese siempre en la fe, guiado por este pastor.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Fieles: Amén.
III. Por el pueblo de Dios y sus ministros.
Oremos también por nuestro obispo N.,
pastor de la Iglesia diocesana de N.,
y por todos los obispos;
también por los presbíteros y diáconos
que colaboran con ellos en el servicio al pueblo de Dios.
Y encomendemos también a todos los que en la Iglesia
se esfuerzan por construir el Reino de Jesús.
Oración en silencio. Prosigue el sacerdote, con las manos extendidas:
Dios todopoderoso y eterno,
que con tu Espíritu santificas y gobiernas a toda tu Iglesia,
escucha nuestras súplicas y concédenos tu gracia,
para que todos, según nuestra particular vocación,
podamos servirte con fidelidad.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Fieles: Amén.
IV. Por los catecúmenos, es decir, aquellos que conocen la fé en
Cristo siendo adultos.
Oremos también por los catecúmenos;
que Dios nuestro Señor los ilumine interiormente,
les abra con amor las puertas de la Iglesia,
y así encuentren, en el bautismo,
el perdón de sus pecados y la incorporación plena a Cristo.
Oración en silencio. Prosigue el sacerdote, con las manos extendidas:
Dios todopoderoso y eterno,
que fecundas sin cesar a tu Iglesia con nuevos hijos;
acrecienta la fe y la sabiduría de los catecúmenos,
para que, renacidos en la fuente bautismal,
sean contados entre tus hijos.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Fieles: Amén.
V. Por la unidad de los cristianos.
Oremos también por todos nuestros hermanos que creen en Cristo,
aunque no se profesan católicos;
para que Dios, nuestro Señor, reúna y conserve en su única Iglesia
a quienes procuran vivir en la verdad.
Oración en silencio. Prosigue el sacerdote, con las manos extendidas:
Dios todopoderoso y eterno,
que reúnes a quienes están dispersos
y conservas en la comunión a quienes ya están unidos,
mira con bondad el rebaño de tu Hijo,
para que la integridad de la fe y el vínculo de la caridad
congreguen a los que han sido consagrados por el único bautismo.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Fieles: Amén
VI. Por los judíos.
Oremos también por los judíos,
a quienes Dios, nuestro Señor, habló primero,
para que se acreciente en ellos el amor de su Nombre
y la fidelidad a su alianza.
Oración en silencio. Prosigue el sacerdote, con las manos extendidas:
Dios todopoderoso y eterno,
que confiaste tus promesas a Abraham y a su descendencia,
escucha con bondad las súplicas de tu Iglesia,
para que el pueblo de la primera Alianza
pueda alcanzar la plenitud de la salvación.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Fieles: Amén
VII. Por quienes no creen en Cristo.
Oremos igualmente por quienes no creen en Cristo,
aunque profesan alguna religión,
para que iluminados por el Espíritu Santo,
encuentren también ellos el camino de la salvación.
Oración en silencio. Prosigue el sacerdote, con las manos extendidas:
Dios todopoderoso y eterno,
concede que quienes no creen en Cristo,
viviendo en tu presencia con sinceridad de corazón, encuentren la
verdad
y que nosotros, progresando en la caridad fraterna
y en el deseo de conocerte mejor
seamos ante el mundo testigos más convincentes de tu amor.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Fieles: Amén
VIII. Por quienes no creen en Dios.
Oremos también por quienes no reconocen a Dios,
lo niegan o son indiferentes o agnósticos,
para que buscando con sinceridad lo que es recto
puedan llegar hasta él.
Oración en silencio. Prosigue el sacerdote, con las manos extendidas:
Dios todopoderoso y eterno:
tú has creado al hombre para que te buscara con ansias
y hallara reposo habiéndote encontrado;
concede a quienes todavía no te conocen
que se alegren al reconocerte como el único Dios verdadero,
al experimentar, más allá de las dificultades, los signos de tu amor
y el testimonio de las buenas obras de los creyentes.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Fieles: Amén
IX. Por los gobernantes.
Oremos también por los gobernantes de todas las naciones,
especialmente los de nuestro país,
para que Dios, nuestro Señor, según sus designios,
los guíe en sus pensamientos y en sus decisiones
hacia la paz y libertad de todos los hombres;
que trabajen decididamente al servicio de una vida más digna para
todos,
una distribución más inteligente de las riquezas,
y una justicia transparente y eficaz.
Oración en silencio. Prosigue el sacerdote, con las manos extendidas:
Dios todopoderoso y eterno,
en tus manos están los corazones de los hombres
y los derechos de los pueblos:
asiste con bondad a nuestros gobernantes,
para que, con tu protección, afiancen en toda la tierra
la prosperidad, la libertad religiosa,
y una paz duradera.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Fieles: Amén
X. Por los que sufren.
Oremos finalmente, hermanos, a Dios Padre todopoderoso,
para que libre al mundo de toda falsedad, del hambre y de la miseria.
Oremos por los que sufren los horrores de la guerra, de las
dictaduras crueles,
de la tortura, de la persecución y de la violencia.
Oremos también por los perseguidos y encarcelados,
y por los que son tratados injustamente por los hombres;
por las víctimas del racismo, por los enfermos, por los moribundos.
Y oremos por las familias
que están atravesando momentos de prueba y sufrimiento,
a causa de la falta de trabajo, del desencuentro, de la separación,
de la pobreza, de la inseguridad.
Oración en silencio. Prosigue el sacerdote, con las manos extendidas:
Dios todopoderoso y eterno,
consuelo de los afligidos
y fortaleza de los atribulados;
escucha el grito de la humanidad sufriente,
para que se alegre al experimentar tu misericordia
en medio de sus angustias y necesidades.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Fieles: Amén
Segunda
parte: Adoración de la santa Cruz
Concluida la oración universal, se realiza la solemne adoración de la
Cruz. Hay dos opciones para proceder:
Presentación
de la santa Cruz
Primera Forma:
La cruz, cubierta con un velo es llevada al altar, acompañada por dos
ministros con cirios encendidos. El sacerdote, de pie ante el altar, recibe la
cruz y, descubriéndola en la parte superior, la eleva, invitando a los fieles a
adorar la cruz, con las palabras: "Este es el árbol de la Cruz..."
ayudado en el canto por los ministros o por el coro. Todos responden
"Vengan y adoremos". Acabada la aclamación todos se arrodillan y
adoran en silencio durante unos momentos la cruz que el sacerdote, de pie,
mantiene en alto.
Luego el sacerdote descubre el brazo derecho de la cruz y, elevándola
nuevamente, comienza la invitación: "Este es el árbol de la Cruz...",
y se hace como la primera vez.
Finalmente descubre totalmente la cruz y, elevándola, comienza por
tercera vez la invitación: "Este es el árbol de la Cruz..." y se hace
todo como la primera vez.
Después, acompañado por dos ministros con cirios encendidos, lleva la
cruz hasta la entrada del presbiterio, o a otro lugar apto, y allí la deja o la
entrega a los ministros para que la sostengan, después que han dejado los
cirios a ambos lados de la cruz.
Inmediatamente se hace la adoración de la Cruz.
Segunda Forma:
El sacerdote o el diácono, con los ministros, u otro ministro idóneo,
se dirige a la puerta de la iglesia donde toma la cruz descubierta. Desde allí
se hace la procesión por la iglesia hacia el presbiterio; los ministros llevan
cirios encendidos. Cerca de la puerta, en medio del templo y antes de subir al
presbiterio, el que lleva la cruz la eleva y dice la invitación: "Este es
el árbol de la Cruz..." a la que todos responden: "Vengan y
adoremos". Después de cada respuesta todos se arrodillan y adoran en
silencio, como se ha indicado antes. Luego se coloca la cruz con los candeleros
a la entrada del presbiterio.
Tercera Forma:
Pueden combinarse las dos formas anteriores, de modo que se traiga la
cruz procesionalmente como en la segunda forma pero cubierta con un velo; en
cada uno de los sitios donde se detiene la procesión, antes del canto de
invitación, se descubre una parte de la cruz (como en la primera forma).
Adoración de
la santa Cruz
El sacerdote, los ministros y los fieles se acercan procesionalmente
y reverencian la cruz mediante una genuflexión simple o con algún otro signo
adecuado, por ejemplo, besando la cruz, según las costumbres del lugar.
Mientras tanto se canta la antífona: "Señor, adoramos tu cruz", los
"Improperios" u otro canto adecuado. Los que ya han adorado la cruz
regresan a sus lugares y se sientan.
Para la adoración sólo debe exponerse una cruz.
Concluida la adoración, la cruz es llevada a su lugar en el altar.
Los candeleros con los cirios encendidos se colocan cerca del altar o a los
lados de la cruz.
Invitación para mostrar la santa Cruz
Sacerdote: Este es el árbol de la Cruz, donde estuvo suspendida la
salvación del mundo
Fieles: Vengan y adoremos.
Durante todo el proceso se pueden realizar cantos adecuados. Según
las tradiciones de los pueblos y si pastoralmente parece oportuno, puede
cantarse el himno Stabat Mater, según el Gradual Romano, o algún otro canto
alusivo a los dolores de la Santísima Virgen.
Tercera
parte: Sagrada comunión
Sobre el altar se extiende el mantel. Luego el diácono, o en su
defecto el mismo sacerdote, trae el Santísimo Sacramento desde el lugar de la
reserva, por el camino más breve, mientras todos permanecen de pie y en
silencio. Dos ministros acompañan al Santísimo Sacramento con cirios encendidos
que luego colocan junto al altar o sobre el mismo.
Después que el diácono ha colocado sobre el altar el Santísimo
Sacramento y ha descubierto el copón, el sacerdote se acerca, se arrodilla (genuflexión)
y sube al altar.
El sacerdote, con las manos juntas, dice en alta voz:
Fieles a la recomendación del Salvador
y siguiendo su divina enseñanza,
nos atrevemos a decir:
Extiende las manos y, junto con el pueblo, continúa:
Padre nuestro, que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal.
El sacerdote, con las manos extendidas, prosigue él solo:
Líbranos de todos los males, Padre,
y concédenos la paz en nuestros días,
para que, ayudados por tu misericordia,
vivamos siempre libres de pecado
y protegidos de toda perturbación,
mientras esperamos la gloriosa venida
de nuestro Salvador Jesucristo.
Junta las manos. El pueblo concluye la oración, aclamando:
Tuyo es el reino,
tuyo el poder y la gloria, por siempre, Señor.
Obsérvese que el la Misa nunca se dice “Amén” al terminar la oración
del Padre Nuestro, por cuanto el sacerdote continúa la oración.
A continuación, el sacerdote, con las manos juntas, dice en secreto:
Señor Jesucristo,
la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre
no sea para mí un motivo de juicio y condenación,
sino que, por tu bondad,
sirva para defensa de mi alma y mi cuerpo
y sea remedio de salvación.
Luego, el sacerdote hace genuflexión, toma una hostia consagrada y,
sosteniéndola un poco elevado sobre el copón lo muestra al pueblo, diciendo:
Éste es el Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo.
Dichosos los invitados a la cena del Señor.
Y, juntamente con el pueblo, añade:
Señor, no soy digno
de que entres en mi casa,
pero una palabra tuya bastará para sanarme.
Y comulga reverentemente el Cuerpo de Cristo.
Después distribuye la comunión a los fieles. Durante la comunión se
puede cantar el Salmo 21 u otros cantos apropiados.
Acabada la distribución de la comunión, un ministro idóneo lleva el
copón al lugar preparado especialmente fuera de la iglesia, o bien, si lo
exigen las circunstancias, es colocado en el sagrario.
Según las circunstancias, se hace una pausa de sagrado silencio, luego
el sacerdote dice la siguiente oración:
Oremos.
Dios todopoderoso y eterno,
tú nos has salvado con la gloriosa muerte y resurrección de Cristo.
Mantén viva en nosotros la obra de tu misericordia,
para que, por la participación de este sacramento,
vivamos siempre dedicados a tu servicio.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Fieles: Amén.
Para despedir al pueblo de Dios, el sacerdote, de pie, mirando hacia los
fieles y con las manos extendidas sobre él, dice la siguiente oración:
Señor y Dios nuestro:
te pedimos que descienda una abundante bendición sobre tu pueblo,
que ha celebrado la muerte de tu Hijo
con la esperanza de la Resurrección.
Llegue a él tu perdón,
concédele tu consuelo,
acrecienta su fe
y asegúrale la eterna salvación.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Fieles: Amén.
Y todos se retiran en silencio.
En el momento oportuno se despoja el altar, quedando solamente la
cruz y los cuatro candeleros.
Memoria de
los dolores de la Santísima Virgen María junto a la cruz
Según una antigua tradición, en la tarde del Viernes Santo se
realizaba en nuestras iglesias un piadoso ejercicio en memoria de los dolores
sufridos por la Santísima Virgen María junto a la cruz de su Hijo, y de su
estado de profunda soledad después de la muerte de Jesús.
Es opción del lugar conservar este ejercicio tradicional. Debe ser
tal que, en su forma exterior, en el tiempo elegido y en otras
particularidades, de ningún modo reste importancia a la solemne acción
litúrgica con que la Iglesia celebra en este día la Pasión y la Muerte del
Señor.
Pero en general, en lugar del piadoso ejercicio tradicional, es más
conveniente insertar la memoria del dolor de María en la misma acción litúrgica
con la que se celebra la Pasión del Señor; de esta manera, en efecto, aparecerá
con más evidencia que la Virgen María está unida indisolublemente a la obra de
salvación realizada por su Hijo.
Después de la adoración de la Cruz o antes de la oración sobre el
pueblo, el sacerdote se dirige brevemente a los fieles con estas palabras u
otras semejantes:
Queridísimos hermanos,
hemos adorado solemnemente la Cruz, en la cual nuestro Señor
Jesucristo,
muriendo redimió el género humano.
También María estaba junto a la Cruz del Hijo, por voluntad de Dios
Padre.
Junto a la Cruz, la Madre se mantuvo fuerte en medio del inmenso
dolor
que sufría por su Hijo único
y así se asoció con ánimo maternal a su sacrificio,
compartió amorosamente la inmolación
y aceptó del Hijo moribundo, como testamento de la caridad divina,
ser la Madre de todos los hombres.
Así, María, la nueva Eva, sostenida por la fe,
fortalecida por la esperanza y llena de amor,
llegó a ser modelo para toda la Iglesia.
Por tanto, adorando el eterno plan de Dios Padre,
nosotros que hemos celebrado la memoria de la Pasión del Hijo,
recordamos también el dolor de la Madre.
Después de la introducción, el diácono, o el mismo sacerdote, invita
a los fieles a recogerse en silenciosa plegaria.
Después de la pausa de silencio, pueden cantarse algunas estrofas del
"Stabat Mater" u otro canto que sea realmente adecuado a esta
celebración por el contenido, expresión literaria y musical.
Terminado el canto, puede decirse alguna oración situada en la
Memoria de María junto a la Cruz, y luego continúa la acción litúrgica con el
rito de comunión si se eligió la primera posibilidad o la oración sobre el
pueblo si se eligió la segunda posibilidad.
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