viernes, 8 de abril de 2016

Razones por las cuales no es posible el concepto de “matrimonio homosexual”.

Ayer, en una decisión sin precedentes, la Sala Plena de la Corte Constitucional de Colombia decidió que la unión de dos personas del mismo sexo se puede llamar "matrimonio" y por tanto abre paso para que tengan los mismos derechos y deberes que las parejas heterosexuales.

Es un sinsentido desde varios puntos de vista, pero aquí lo expongo desde el punto de vista doctrinal basado en la Teología del cuerpo de san Juan Pablo II, la carta encíclica 'Dios es Amor' (Deus caritas est) de Benedicto XVI y otros documentos del magisterio de la Iglesia.

En el matrimonio cristiano, los esposos se hacen promesas mutuas delante de Dios. Son ellos mismos los que se administran mutuamente el sacramento. El sacerdote sólo es un testigo[1]. ¿Cuáles son esas promesas o votos? “: … te quiero a ti como esposa y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida”,… “recibe esta alianza en señal de mi amor y fidelidad a ti”,… “recibe estas arras como prenda de la bendición de Dios y signo de los bienes que vamos a compartir”.

Hasta este punto las promesas indican una alianza mutua de entrega libre, total, eterna y fiel.

En caso que las promesas hayan sido realizadas bajo coacción de cualquier tipo, indica la nulidad, por cuanto falta el componente de libertad.

Si previamente al acto de promesa mutua, hay algún evento de importancia que uno de los promitentes conoce y no ha manifestado al otro, carecería del elemento de entrega total, ya que se ha reservado algo para sí mismo. Un evento de importancia serían antecedentes de una enfermedad mental y/o psicológica, actos delictivos en los que la legislación considera la prisión como castigo o una situación legal de vínculo tal como un matrimonio previo válido. También es de importancia omitir situaciones sabidas de antemano y que afectan directamente a la situación de la pareja: infertilidad, una tendencia homosexual, o una relación sentimental simultánea al momento del matrimonio. Pueden ser razones muy diversas.

La entrega ha de ser de carácter exclusivo, y bajo la premisa de que se permanecerá en fidelidad.

La promesa se realiza hasta el momento de la muerte, dándole un cariz de promesa eterna en cuanto a la vida corporal. Por ello se insiste en que la promesa abarca salud y enfermedad, situaciones de alegría y aquellas de dolor y angustia. Una unión en que alguno de los contrayentes, o ambos, no expresen o no tengan intención de hacer de este compromiso uno que abarque todos los días de su vida, es inválido ya que la protección  de la Iglesia, y en esto coincide con la que debe dar el  Estado, se da siempre a los miembros más débiles y en el caso del matrimonio esos son el miembro que caiga enfermo, por falta de salud o por deterioro natural consecuencia de la edad, o el fruto natural del matrimonio, es decir, la prole, y su bienestar está mediado por la estabilidad familiar. Y la estabilidad familiar se da en cuanto haya fidelidad mutua en las promesas y a las promesas.

Y he aquí que ya hemos mencionado el quinto elemento de promesa mutua: la fecundidad. Una pregunta que realiza el sacerdote a los contrayentes es: ¿están preparados para recibir responsable y amorosamente a sus hijos como don de Dios?, ¿y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?[2]

La justicia supone buena fe y debe considerar válido que dos personas deseen realizar compromisos de carácter mutuo. De hecho, desde un punto de vista civil se han realizado durante muchos años. Para efectos de la presente exposición, supongamos que uno de estos acuerdos civiles es realizado por dos personas con tendencia homosexual, y lo realizan con carácter libre, total, que abarcan el periodo hasta el momento de la muerte y en mutua fidelidad, pero es imposible que considere la fecundidad.

La carencia de fecundidad hace inviable desde el punto de vista formal el matrimonio homosexual, pero una visión positivista del derecho podría involucrar elementos en que se subsanara dicha falencia si se añade en la legislación el compromiso de “adopción”. No obstante, la unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador: “El hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gn 2, 24). De esta unión proceden todas las generaciones humanas (Gn 4, 1-2; 4, 25-26; 5, 1). Llamados a dar la vida, los esposos participan del poder creador y de la paternidad de Dios. De este modo, en primer lugar, la sexualidad entre personas del mismo sexo no es imagen en la carne de la generosidad y la fecundidad de Dios. Por eso los católicos decimos que la actividad homosexual es un desorden de carácter moral. Se queda en la sensualidad y en lo temporal, sin trascender.

En segundo lugar, la prole no es un derecho sino el don más excelente del matrimonio. Son personas humanas[3]. El hijo o hija no puede ser considerados como un objeto de propiedad, a lo que conduciría el reconocimiento de un pretendido “derecho a la adopción”. A este respecto, sólo los hijos poseen verdaderos derechos: el de ser el fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres, y el de ser respetado como persona desde el momento de su concepción.

Para el cristiano, el matrimonio no es sólo la expresión de una voluntad del ser humano, sino la respuesta a un llamado, a una vocación. Esa vocación a la unión libre, total, eterna, fiel y fecunda entre un hombre y una mujer es una llamada a la conformación de una familia. Es el llamado a ser fiel imagen y semejanza del Dios trino, comunidad de amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo. La familia es una comunidad de amor trinitaria: padre, madre e hijos. El amor de Dios es así: libre, total, eterno, fiel y fecundo.

Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos significaciones o valores del matrimonio sin alterar la vida espiritual de los cónyuges ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia y la sociedad.

Así, el amor conyugal del hombre y de la mujer queda situado bajo la doble exigencia de la fidelidad y la fecundidad.

En tercer lugar, los católicos entendemos el amor conyugal como una entrega de la propia vida en pro de la felicidad del otro. El pecado original consistió en darle la espalda al amor de Dios y considerar que no lo necesitaríamos al hacernos como Él. Una de las consecuencias fue la tergiversación del significado del cuerpo. Mientras para el hombre original el cuerpo era la manifestación visible de realidades invisibles como por ejemplo la capacidad que tenemos de expresar el amor entregándonos al otro y valorándolo por sí mismo, no por lo que me pueda dar, para el hombre histórico, es decir, el ser humano después de la pérdida de la inocencia originaria, pasamos a ver al otro como objeto de nuestro deseo. Es válido el amor entre cualquier par de personas, pero en la castidad.

El Magisterio de la Iglesia enseña que la castidad es 'la energía espiritual que libera el amor del egoísmo y de la agresividad". La castidad es esa virtud, o hábito bueno, que hace que el ser humano sea capaz de dominar sus pasiones, para poner su sexualidad al servicio del verdadero amor. Si la persona no se domina a ella misma, o sea, no se posee a ella misma, no puede darse a sí misma. Sin la castidad, el "amor se hace progresivamente egoísta, es decir, deseo de placer y no ya don de sí”. El amor entre dos personas debe darse sobre la virtud de la castidad. Sólo en el matrimonio, ese doble bien, el de los esposos y el de la transmisión de la vida es el que lleva a considerar como virtud la sexualidad, en la castidad.

Queda explicado cómo no es factible denominar “matrimonio” a un compromiso entre dos personas del mismo sexo desde el punto de vista doctrinal de la Iglesia Católica.




[1] Es testigo por cuanto, en el matrimonio cristiano, la alianza se hace inmersa en la vida de la Iglesia, por ello siempre se busca realizarlo en un templo, acompañado del sacramento de la Eucaristía como principal actividad eclesial de la asamblea del pueblo de Dios.
[2] Cantidades enormes de hombres y mujeres católicos están fracasando en el cumplimiento de las promesas que hicieron en el matrimonio de llevar a sus hijos a Cristo y criarlos en la fe de la Iglesia. (Basado en Thomas J. Olmsted, Obispo de Phoenix en su exhortación apostólica “Firme en la brecha”. 2015).
[3] Catecismo de la Iglesia Católica 2378

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