Una noche me acosté, ya tarde, pero el sueño no
llegaba, afectado como estaba por la enfermedad de mi hermano: un cáncer terminal. Así que como las
otras noches, me metí en mi saco de dormir en la sala del apartamento de mis
padres y empecé a rezar el Rosario para acompañar a mi hermano en su dolor.
Al poco tiempo de empezar, me sentí como dentro
de una amplia tienda de campaña de color marrón. En la tienda entró un monje.
Por lo menos así me pareció por su atuendo de lana burda color café y su
capucha puesta sobre la cabeza. Tenía al cinto un largo rosario. Sin decir
palabra se sentó a mi izquierda y me acompañó en el rezo. No habían pasado un
par de aves marías cuando otro monje entró en la tienda. También sin mediar
palabra se sentó a la izquierda del primero y nos acompañó. Así fue avanzando
el Santo Rosario, con la entrada graneada de una docena de hombres, todos de
vida contemplativa, que se fueron sentando al borde de la carpa acompañándonos
en el rezo. Aún sin conocerlos, me daba cuenta que no pertenecían a la misma
orden religiosa. De algún modo cada uno era diferente. Ya acabando la oración
entendí que eran Santos que se habían unido a mi oración y que
entre todos formábamos un cenáculo que intercedía por mi hermano. Una vez
acabada la oración quedé profundamente dormido en la paz del Señor.
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