miércoles, 20 de febrero de 2019

Confirmación y matrimonio

Esta semana deseo habla de una pregunta y una respuesta.

Conversando con un compañero de estudio, Alberto, me mencionó que vivía en unión libre desde hacía seis años. Le pregunté si tenía temor al matrimonio. ¿Por qué no comprometerse más seriamente? Me respondió que no ha recibido el sacramento de la Confirmación. Le volví a interpelar: ¿No hace las vueltas de la Confirmación por desacuerdos con la fé? Me respondió: -No, es por la pereza de hacer el trámite e ir a un curso. No fue posible continuar la conversación. Tampoco tenemos la suficiente confianza ni era el lugar para profundizar en el tema.

La pregunta que me quedó fue ¿cómo hago para explicarle que el trámite es lo menor y que el Sacramento es lo mayor?

La respuesta me llegó con el Evangelio de la 6ª semana del Tiempo Ordinario, ciclo C:

"Llegan a Betsaida. Le presentan un ciego y le suplican que le toque. Tomando al ciego de la mano, le sacó fuera del pueblo, y habiéndole puesto saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntaba: «¿Ves algo?» Él, alzando la vista, dijo: «Veo a los hombres, pues los veo como árboles, pero que andan.» Después, le volvió a poner las manos en los ojos y comenzó a ver perfectamente y quedó curado, de suerte que veía de lejos claramente todas las cosas. Y le envió a su casa, diciéndole: «Ni siquiera entres en el pueblo.»" Mc 8, 22-26.

He de advertir que fue Dios, por medio del padre Javier, el sacerdote que ofició la misa de hoy, quien me respondió:

En esta lectura le presentan un ciego a Jesús. Yo espero ser quien interceda ante Jesús por Alberto. Jesús lo sacó fuera del pueblo. Fue importante que el ciego de Betsaida accedió a retirarse del mundanal ruido e ir con Jesús. Seguramente no sabía muy bien de qué se trataba, pero fue con la mente y el corazón abierto a lo que podríamos llamar un retiro. Jesús le untó de saliva y le impuso las manos. Ese gesto recuerda al Bautismo, en donde no es saliva, sino agua lo que se vierte. Pero en ambos casos es el símbolo externo de la unción del Espíritu Santo. El Bautismo es la semilla de la fé. Alberto fue bautizado y lo sabe. Pero no es consciente de que la fé es un proceso, un camino en el que debemos hacer crecer esa semilla. La fé es un don, un regalo, una gracia, la cual se debe pedir y se debe cultivar. Y en el camino entre el Bautismo y la Confirmación se desarrolla el espíritu, la espiritualidad, el aprendizaje de estar en la intimidad con Jesús. Ese fue el caso del ciego de Betsaida. Estaba en las afueras del pueblo, a solas, con Jesús.

Luego de ese bautismo Jesús lo interroga. - ¿Ves algo? - Sí, algo lograba ver. El sacramento le ha permitido despertar a la vida espiritual, pero de manera imperfecta. Expresa que ve a los hombres como si fueran árboles, pero que se mueven. Eso nos pasa a todos. El despertar a la vida espiritual no implica que la entendamos, ni que la comprendamos bien. Hay que formarse y exigirse a uno mismo, para cultivar la semilla que nos fue dada.

Después volvió a imponerle las manos y ahí sí empezó a ver perfectamente. Ese segundo momento nos recuerda el sacramento de la Confirmación. Momento en que ya se supone nos hemos formado y desarrollado y podemos dar testimonio de nuestra fe. La Confirmación es un sacramento de envío. Somos mayores de edad en la fé y nos comprometemos a ser testimonio de dicha fé. Por esa razón escribo este diario – blog. Principalmente para mí, pero de vez en cuando para darle una respuesta a uno que otro amigo. Para dar razón de mi fé.

No es gratuito que para casarnos debamos primero confirmarnos. El matrimonio implica ser suficientemente maduro para afrontar nuevas responsabilidades, la de la vida compartida. Ya no será la vida sólo para nosotros. Hemos madurado. Y el casarnos implica el abrirnos a la vida en los hijos. Casarnos ante Dios implica ayuda por parte de Él. Recordemos que Sacramento significa también Presencia. Pero también implica educar a los hijos en la fé. No podemos comprometernos a educar en la fé si no estamos maduros espiritualmente. Por eso nos debemos formar y por eso solicitamos la unción del Espíritu Santo para estar en capacidad de dar testimonio de la fé, para estar en capacidad de dar fruto. Luego de que los hombres, que son como árboles, se desarrollan, deben dar fruto. Ese es el sentido de la formación y de la Confirmación como requisito para el matrimonio.

Realmente, el trámite es lo menor si lo entendemos como los pequeños trámites administrativos para formalizarlo frente al Estado y frente a la Iglesia. Pero no es lo menor si se trata de la formación. Y esta formación no es, ni debe ser, uno o dos fines de semana de preparación. La formación es el aprender a tener intimidad con Jesús en la oración. Nadie ama a quien no conoce. Y la formación es aunar fé y razón. Ambas las creó Dios. No son contradictorias.

El sacramento de la Confirmación es lo mayor si lo entendemos como la plenitud de la efusión del Espíritu Santo en nosotros, la cual empezó en el Bautismo, y lo entendemos como el compromiso de Dios de ayudarnos, pero, ante todo, como nuestra mayoría de edad en la fé y la responsabilidad subsecuente de transmitir la luz que nos da Dios para ver nuestro papel en este mundo: el de guiar hacia Dios a los demás, entendiendo que todos deseamos la felicidad y que nosotros somos los pies, las manos y la boca de Dios en medio del tiempo y lugar donde nos ubicó Dios.

martes, 5 de febrero de 2019

La educación cristiana

Hoy deseo hacer referencia a la educación en el contexto de la familia cristiana, la cual debe ser diferente en varios aspectos a la educación en general.

Transcribo entonces apartes de uno de los documentos resultado del Concilio Vaticano II. Como la Iglesia es universal los textos originales se escriben en latín y luego se traducen. El documento toma el nombre de las dos primeras palabras de su texto, por tanto, éste se llama Gravissimus educationis. Es un texto breve, pero que incorpora otros aspectos de la educación adicionales a los que aquí transcribo. Disculpen la particular forma en que fue redactado.


La educación se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último.

Se debe ayudar a los niños y a los adolescentes a desarrollar armónicamente sus cualidades físicas, morales e intelectuales, y a que gradualmente vayan adquiriendo un sentido más completo de la responsabilidad, lo mismo en el recto desarrollo de su vida, mediante el continuado esfuerzo, que en la adquisición progresiva de la verdadera libertad, superando los obstáculos con grandeza y constancia de ánimo.

Los niños y los adolescentes tienen derecho a que se les estimule a estimar los valores morales con conciencia recta y abrazarlos con adhesión personal, así como a conocer y amar más perfectamente a Dios.

La educación cristiana no persigue solamente la madurez de la persona humana sino que mira principalmente a que los bautizados, a medida que se van introduciendo gradualmente en el conocimiento del misterio de la salvación, se vayan haciendo cada día más conscientes del don de la fe que han recibido; que aprendan, en primer lugar en la acción litúrgica, a adorar a Dios Padre con sinceridad de espíritu, que se preparen para realizar su propia vida, conforme al hombre nuevo que son, en la justicia y en la santidad de la verdad; y que así traten de realizar en sí el tipo de varón perfecto, buscando alcanzar esa edad de plenitud que es Cristo, y colaboren en el crecimiento del cuerpo místico.

Conscientes además de su vocación, que se acostumbren a dar testimonio de la esperanza que poseen y a ayudar a que se realice la configuración cristiana del mundo, en la que los mismos valores naturales, que lleva consigo la consideración total del hombre redimido por Cristo, contribuyan al bien de la sociedad entera.

Los padres, al haber dado vida los hijos, se deben primordialmente a la educación de la prole y, en consecuencia, se deben reconocer como los primeros y principales educadores. La familia es, por lo tanto, la primera escuela de las virtudes sociales, de que todas las sociedades necesitan. Sobre todo en la familia cristiana, que en el matrimonio está enriquecida con la gracia y con el deber del sacramento, es necesario que ya desde los primeros años los hijos sean enseñados a sentir a Dios, a tratar con él y amar al prójimo conforme la fe que recibieron en el bautismo. En la familia deben sentir la primera experiencia de una sana sociedad humana y de la iglesia.

La tarea de impartir la educación, que corresponde primeramente a la familia, necesita de la ayuda de toda la sociedad, a saber, para proteger las obligaciones y los derechos de los padres y los que participan en la educación, y para prestarles ayuda conforme a su papel subsidiario, completando la obra de la educación cuando no bastan los esfuerzos de los padres y de otras instituciones, pero siempre atendiendo los deseos de los padres.

La Iglesia, como madre que es, está obligada a darle a sus hijos una educación para la que todo en su vida quede penetrado del espíritu de Cristo.

Los padres sobre quienes recae la primera obligación y el primer derecho, ambos inalienables, de educar a los hijos, es preciso que gocen de una verdadera libertad en la elección de la educación de sus hijos.

Lo característico de la educación católica es crear un ambiente que está animado por el espíritu evangélico de la libertad y de la caridad, y ayudar a los adolescentes a que, a la vez que desarrollen la propia persona, crezcan según la nueva criatura que por el bautismo han sido hechos, y a ordenar toda la cultura humana al anuncio de la salvación, de manera que el conocimiento que gradualmente van adquiriendo del mundo, de la vida y del hombre, quede iluminado por la fe.

Debe tenerse en cuenta de la diferencia de sexo y del fin propio prefijado por la divina providencia a cada sexo en la familia y en la sociedad. A medida que su edad avanza sean instruidos en una positiva y prudente educación sexual.