Las
denominaciones protestantes conceden que Juan en su primera carta nos dice que
si confesamos nuestros pecados, Dios es fiel y justo para perdonarlos y
limpiarnos de toda maldad (I Juan 1, 8-9), pero hablan de la confesión de los
pecados directamente a Dios, sin necesidad de la intermediación de un hombre,
porque sólo Dios puede perdonar los pecados (Mc 2, 7 y Lc 5, 21).
Algunos cristianos no católicos citan Hebreos 10, 19-22:
“Teniendo, pues, hermanos, plena seguridad para entrar en el santuario en virtud
de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para
nosotros, a través del velo, es decir, de su propia carne, y con un Sumo
Sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con sincero corazón, en
plenitud de fe, purificados los corazones de conciencia mala y lavados los
cuerpos con agua pura.” y lo interpretan en el sentido de que “… el velo era un
simbolismo de Cristo mismo, como el único camino hacia el Padre (Juan 14:6).
Esto está simbolizado en el hecho de que el sumo sacerdote tenía que entrar en
el Lugar Santísimo a través del velo. Ahora Cristo es nuestro mayor y supremo
Sumo Sacerdote, y como creyentes en Su obra terminada, nosotros tomamos parte
de Su mejor sacerdocio. Nosotros podemos entrar ahora en el Lugar Santísimo por
Él”, y terminan concluyendo que ya no es necesario un intermediario entre Dios
y el hombre para obtener el perdón de pecados, ya que el sacerdote era quien
atravesaba el velo para realizar el sacrificio expiatorio[1].
O sea, el punto está en si es apostólica la confesión
mediada por la presencia del sacerdote. Debe considerarse que la Iglesia
Católica siempre considera al sacerdote en sus funciones sacramentales como el
medio visible de una realidad invisible: la persona de Cristo. La Iglesia Católica
entiende que hay dos pasos para el perdón de los pecados por parte de Dios[2]: los actos del hombre que se
convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición, la
confesión de los pecados y la satisfacción; y por otra parte, la acción de Dios
por el ministerio de la Iglesia.
Que sólo Dios
perdone los pecados es una verdad que no se contradice con los medios que Dios
utilice para ello. A este respecto el Evangelio según San Juan 20, 21-23
nos relata: “Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me
envió, también yo os envío.» Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid
el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»”. Se lo dijo a los apóstoles.
Palabras semejantes le son dichas a Pedro por parte de Jesús: “A ti te daré las
llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los
cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos.»” (Mt.
16, 19)
La realidad sacramental de la Iglesia es precedida en la
historia por su modelo profético, la Ley Mosaica. En ella vemos (Levítico cc. 4
y 5) que Dios exigía un sacrificio ceremonial por los pecados cometidos. El
sacrificio se realizaba en el Tabernáculo (luego en el Templo) y delante de los
sacerdotes, lo cual en sí es una admisión pública del pecado. El ejercicio de
estas ceremonias era público y además enseñaba a los pecadores la inevitable
consecuencia del pecado: la muerte. El animal que se sacrificaba moría en lugar
del pecador. El modo de ejecución de dichos sacrificios es un equivalente del sacramento de la reconciliación en el
que tanto el sacerdote como el fiel tienen una participación claramente
definida.[3]
El apóstol Santiago nos aconseja en su carta: “Confesaos,
pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que seáis
curados. La oración ferviente del justo tiene mucho poder.” (Sg. 5, 16). Los
primeros cristianos declaraban sus prácticas pecaminosas en público al
convertirse: “Muchos de los que habían creído venían a confesar y declarar sus
prácticas.” (Hechos 19, 18).
Ya ocurría con Juan el Bautista: “Acudía entonces a él Jerusalén, toda Judea y
toda la región del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán,
confesando sus pecados.” (Mateo 3, 5-6). En ambos casos se indica que se confesaban frente a otros hombres los
pecados, no a los afectados directamente.
De tal modo que el signo de la Reconciliación, no solo dada
interiormente a Dios, es un hecho apostólico.
¿Cómo administraban este poder los apóstoles una vez el
Señor ascendió al lado de Dios Padre? No está escrito explícitamente. En la
segunda carta de San Pablo a los Corintios algo se trasluce: “Y todo proviene
de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la
reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no
tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros
la palabra de la reconciliación.” (II Cor 5, 18)
La alternativa que conocemos para acercarnos a cómo era ese
signo entre las primigenias comunidades cristianas es la lectura acerca de lo que
manifestaron al respecto los primeros padres de la Iglesia:
Orígenes vivió en Alejandría hasta el 231, pasó los últimos
veinte años de su vida en Cesárea del Mar, Palestina y viajando por el Imperio
Romano. Fue el mayor maestro de la doctrina cristiana en su época y ejerció una
extraordinaria influencia como intérprete de la Biblia.
Orígenes afirma que luego del bautismo hay medios para obtener
el perdón de los pecados cometidos luego de éste. Entre ellos enumera la
penitencia: “Además de esas tres hay también una séptima [razón] aunque dura y
laboriosa: la remisión de pecados por medio de la penitencia, cuando el pecador
lava su almohada con lágrimas, cuando sus lágrimas son su sustento día y noche,
cuando no se retiene de declarar su pecado al sacerdote del Señor ni de buscar
la medicina, a la manera del que dice «Ante el Señor me acusaré a mi mismo de
mis iniquidades, y tú perdonarás la deslealtad de mi corazón.»"
[4]
San Cipriano nació hacia el año 200, probablemente en
Cartago, de familia rica y culta. Se dedicó en su juventud a la retórica. El
disgusto que sentía ante la inmoralidad de los ambientes paganos, contrastado
con la pureza de costumbres de los cristianos, le indujo a abrazar el
cristianismo hacia el año 246 d.C. Poco después, en 248 d.C., fue elegido
obispo de Cartago. En una de sus epístolas deja el testimonio siguiente: "Os
exhorto, hermanos carísimos, a que cada uno confiese su pecado, mientras el que
ha pecado vive todavía en este mundo, o sea, mientras su confesión puede ser
aceptada, mientras la satisfacción y el perdón otorgado por los sacerdotes son
aún agradables a Dios"[5].
El poder dado por Jesús a los apóstoles es evangélico. El
ejercicio de perdonar o retener los pecados fue ejercido claramente desde antes
del año 250 d.C.
El Catecismo de la Iglesia Católica expresa: “A lo largo de
los siglos, la forma concreta según la cual la Iglesia ha ejercido este poder
recibido del Señor ha variado mucho. Durante los primeros siglos, la
reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados particularmente
graves después de su bautismo (por ejemplo, idolatría, homicidio o adulterio),
estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes
debían hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo, durante largos años,
antes de recibir la reconciliación. A este “orden de los penitentes” (que sólo
concernía a ciertos pecados graves) sólo se era admitido raramente y, en
ciertas regiones, una sola vez en la vida. Durante el siglo VII, los misioneros
irlandeses, inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa
continental la práctica “privada” de la penitencia, que no exigía la
realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la
reconciliación con la Iglesia. El sacramento se realiza desde entonces de una
manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva práctica
preveía la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el camino a
una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola celebración
sacramental el perdón de los pecados graves y de los pecados veniales. A
grandes líneas, esta es la forma de penitencia que la Iglesia practica hasta
nuestros días.”[6]
La práctica de la Iglesia Católica se ha inspirado en la misericordia de Dios. Jesús dijo “«Por eso os digo: Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada.” (Mt 12, 31). La blasfemia contra el Espíritu Santo es el rechazo radical a la gracia que Dios ofrece para la conversión.
La explicación está fundamentada con lo bien expuesto en http://www.apologeticacatolica.org/ Sacramentos/SacramN01.html, bajada el 1 de enero de 2015.
[1] http://www.gotquestions.org/Espanol/velo-templo-rasgado.html#ixzz3akDVjhKV el
20 de junio de 2015.
[2] Numeral 1448 del Catecismo
de la Iglesia Católica
[3] http://www.apologeticacatolica.org/Sacramentos/SacramN01.html,
bajada el 1 de enero de 2015.
[4] The Faith of the Early Fathers", Vol. 1
pp. 207. William A. Jurgens. Publ. Liturgical Press, 1970. Collegeville, Minnesota. Homilías Sobre
los Salmos 2, 4.
[5] De Lapsi 28; Epistolae 16,
2.
[6] Numeral 1447
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