martes, 10 de mayo de 2016

El Perdón del pecado cometido y la función sacerdotal

Las denominaciones protestantes conceden que Juan en su primera carta nos dice que si confesamos nuestros pecados, Dios es fiel y justo para perdonarlos y limpiarnos de toda maldad (I Juan 1, 8-9), pero hablan de la confesión de los pecados directamente a Dios, sin necesidad de la intermediación de un hombre, porque sólo Dios puede perdonar los pecados (Mc 2, 7 y Lc 5, 21).

Algunos cristianos no católicos citan Hebreos 10, 19-22: “Teniendo, pues, hermanos, plena seguridad para entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del velo, es decir, de su propia carne, y con un Sumo Sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con sincero corazón, en plenitud de fe, purificados los corazones de conciencia mala y lavados los cuerpos con agua pura.” y lo interpretan en el sentido de que “… el velo era un simbolismo de Cristo mismo, como el único camino hacia el Padre (Juan 14:6). Esto está simbolizado en el hecho de que el sumo sacerdote tenía que entrar en el Lugar Santísimo a través del velo. Ahora Cristo es nuestro mayor y supremo Sumo Sacerdote, y como creyentes en Su obra terminada, nosotros tomamos parte de Su mejor sacerdocio. Nosotros podemos entrar ahora en el Lugar Santísimo por Él”, y terminan concluyendo que ya no es necesario un intermediario entre Dios y el hombre para obtener el perdón de pecados, ya que el sacerdote era quien atravesaba el velo para realizar el sacrificio expiatorio[1].

O sea, el punto está en si es apostólica la confesión mediada por la presencia del sacerdote. Debe considerarse que la Iglesia Católica siempre considera al sacerdote en sus funciones sacramentales como el medio visible de una realidad invisible: la persona de Cristo. La Iglesia Católica entiende que hay dos pasos para el perdón de los pecados por parte de Dios[2]: los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y por otra parte, la acción de Dios por el ministerio de la Iglesia.

Que sólo Dios perdone los pecados es una verdad que no se contradice con los medios que Dios utilice para ello. A este respecto el Evangelio según San Juan 20, 21-23 nos relata: “Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.» Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»”. Se lo dijo a los apóstoles. Palabras semejantes le son dichas a Pedro por parte de Jesús: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos.»” (Mt. 16, 19)

La realidad sacramental de la Iglesia es precedida en la historia por su modelo profético, la Ley Mosaica. En ella vemos (Levítico cc. 4 y 5) que Dios exigía un sacrificio ceremonial por los pecados cometidos. El sacrificio se realizaba en el Tabernáculo (luego en el Templo) y delante de los sacerdotes, lo cual en sí es una admisión pública del pecado. El ejercicio de estas ceremonias era público y además enseñaba a los pecadores la inevitable consecuencia del pecado: la muerte. El animal que se sacrificaba moría en lugar del pecador. El modo de ejecución de dichos sacrificios es un equivalente del sacramento de la reconciliación en el que tanto el sacerdote como el fiel tienen una participación claramente definida.[3]

El apóstol Santiago nos aconseja en su carta: “Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que seáis curados. La oración ferviente del justo tiene mucho poder.” (Sg. 5, 16). Los primeros cristianos declaraban sus prácticas pecaminosas en público al convertirse: “Muchos de los que habían creído venían a confesar y declarar sus prácticas.” (Hechos 19, 18). Ya ocurría con Juan el Bautista: “Acudía entonces a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados.” (Mateo 3, 5-6). En ambos casos se indica que se confesaban frente a otros hombres los pecados, no a los afectados directamente.

De tal modo que el signo de la Reconciliación, no solo dada interiormente a Dios, es un hecho apostólico.

¿Cómo administraban este poder los apóstoles una vez el Señor ascendió al lado de Dios Padre? No está escrito explícitamente. En la segunda carta de San Pablo a los Corintios algo se trasluce: “Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación.” (II Cor 5, 18)

La alternativa que conocemos para acercarnos a cómo era ese signo entre las primigenias comunidades cristianas es la lectura acerca de lo que manifestaron al respecto los primeros padres de la Iglesia:

Orígenes vivió en Alejandría hasta el 231, pasó los últimos veinte años de su vida en Cesárea del Mar, Palestina y viajando por el Imperio Romano. Fue el mayor maestro de la doctrina cristiana en su época y ejerció una extraordinaria influencia como intérprete de la Biblia.

Orígenes afirma que luego del bautismo hay medios para obtener el perdón de los pecados cometidos luego de éste. Entre ellos enumera la penitencia: “Además de esas tres hay también una séptima [razón] aunque dura y laboriosa: la remisión de pecados por medio de la penitencia, cuando el pecador lava su almohada con lágrimas, cuando sus lágrimas son su sustento día y noche, cuando no se retiene de declarar su pecado al sacerdote del Señor ni de buscar la medicina, a la manera del que dice «Ante el Señor me acusaré a mi mismo de mis iniquidades, y tú perdonarás la deslealtad de mi corazón.»" [4]

San Cipriano nació hacia el año 200, probablemente en Cartago, de familia rica y culta. Se dedicó en su juventud a la retórica. El disgusto que sentía ante la inmoralidad de los ambientes paganos, contrastado con la pureza de costumbres de los cristianos, le indujo a abrazar el cristianismo hacia el año 246 d.C. Poco después, en 248 d.C., fue elegido obispo de Cartago. En una de sus epístolas deja el testimonio siguiente: "Os exhorto, hermanos carísimos, a que cada uno confiese su pecado, mientras el que ha pecado vive todavía en este mundo, o sea, mientras su confesión puede ser aceptada, mientras la satisfacción y el perdón otorgado por los sacerdotes son aún agradables a Dios"[5].

El poder dado por Jesús a los apóstoles es evangélico. El ejercicio de perdonar o retener los pecados fue ejercido claramente desde antes del año 250 d.C.

El Catecismo de la Iglesia Católica expresa: “A lo largo de los siglos, la forma concreta según la cual la Iglesia ha ejercido este poder recibido del Señor ha variado mucho. Durante los primeros siglos, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados particularmente graves después de su bautismo (por ejemplo, idolatría, homicidio o adulterio), estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo, durante largos años, antes de recibir la reconciliación. A este “orden de los penitentes” (que sólo concernía a ciertos pecados graves) sólo se era admitido raramente y, en ciertas regiones, una sola vez en la vida. Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica “privada” de la penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento se realiza desde entonces de una manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva práctica preveía la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el camino a una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola celebración sacramental el perdón de los pecados graves y de los pecados veniales. A grandes líneas, esta es la forma de penitencia que la Iglesia practica hasta nuestros días.”[6]

La práctica de la Iglesia Católica se ha inspirado en la misericordia de Dios. Jesús dijo “«Por eso os digo: Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada.” (Mt 12, 31). La blasfemia contra el Espíritu Santo es el rechazo radical a la gracia que Dios ofrece para la conversión.

Los pasos que exige la Iglesia para el perdón del pecado son: 1. Examinar la propia conciencia en relación a las faltas cometidas contra Dios y los hombres en pensamientos, palabras, obras u omisión, especialmente las graves, a partir de la última confesión bien hecha. Repasar cada mandamiento de la Ley de Dios es la alternativa sugerida; 2. Arrepentimiento, ojalá por dolor de haber ofendido a Dios (contricción) en vez del temor de ser castigado por Él (atricción); 3. Propósito de enmendarse, evitando las ocasiones de pecado, pidiéndole ayuda a Dios para mejorar y trabajando en ello; 4. Confesión mediante un acto de humildad de ir a un sacerdote y relatar dichas faltas, necesariamente las graves, de manera sincera, no gráfica ni dando nombres, pero sí la relación (familiar, laboral, etc), sin detalles, pero sí especificando si hubo agravantes para hacer de la falta más gravosa; 5. Cumplir con la penitencia que le sea impuesta, que siempre es algo para nuestro propio bien espiritual y 6. Reparar al ofendido o a sus familiares por el mal realizado. Se repara en la medida de lo posible porque hay males que no se pueden reparar. Por ejemplo, un pecado de difamación requiere disculpa pública, pero el mal hecho no se puede echar para atrás.

La explicación está fundamentada con lo bien expuesto en http://www.apologeticacatolica.org/ Sacramentos/SacramN01.html, bajada el 1 de enero de 2015.




[1] http://www.gotquestions.org/Espanol/velo-templo-rasgado.html#ixzz3akDVjhKV el 20 de junio de 2015.
[2] Numeral 1448 del Catecismo de la Iglesia Católica
[3] http://www.apologeticacatolica.org/Sacramentos/SacramN01.html, bajada el 1 de enero de 2015.
[4] The Faith of the Early Fathers", Vol. 1 pp. 207. William A. Jurgens. Publ. Liturgical Press, 1970. Collegeville, Minnesota. Homilías Sobre los Salmos 2, 4.
[5] De Lapsi 28; Epistolae 16, 2.
[6] Numeral 1447

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