La dignidad del ser humano debe llevarnos a saber expresarle nuestro amor y a saber valorarlo por quien es. El pecado original lleva a que el ser humano invierta los valores y le dé preeminencia a la búsqueda de la satisfacción de los sentidos[1].
Juan Pablo II analiza el comienzo de la vergüenza relatado en el libro del Génesis. Una vez Adán y Eva comen del fruto prohibido: “…se les abrieron los ojos y ambos se dieron cuenta de que estaban desnudos. Cosieron pues unas hojas de higuera, y se hicieron unos taparrabos. Oyeron después la voz de Yavé Dios que se paseaba por el jardín, … El hombre y la mujer se escondieron entre los árboles del jardín para que Yavé Dios no los viera. Yavé Dios llamó al hombre y le dijo: «¿dónde estás?». Este contestó: «He oído tu voz en el jardín, y tuve miedo porque estoy desnudo; por eso me escondí»” (Gen 3, 7 y 9-10).
El pudor natural nos lleva a ocultar nuestros cuerpos con las prendas de vestir con el objeto de evitar que nos miren con burla o con intenciones de usarnos cual vaso desechable. Lo que buscamos es que nos miren y nos amen por quienes somos, es decir, de la misma manera como nos mira y nos ama Dios.
Cuando una mujer o un hombre se visten de tal modo que resalte su cuerpo, en cierta manera está expresando que lo mejor que tiene es el cuerpo. ¿No tienes nada más que ofrecer? ¿Qué hay de tu experiencia, tu inteligencia, tu sensibilidad, tu ternura?, ¿Qué hay de la totalidad de tu ser? ¿Qué hay de tu capacidad de expresar el amor y tu capacidad de vivir el hecho de que Dios te ha querido por tí mismo como ser único e irrepetible?
[1] La búsqueda de la satisfacción de los sentidos se llama “sensualidad”, y cuando lo estableces como fin y fundamento, se llama "hedonismo".
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