Un tercer argumento en contra de los católicos es la
veneración que sentimos por María. Dicen que la “adoramos”.
Nosotros la honramos porque Dios fue el primero en honrarla.
Lo cierto es que sólo el hecho de haber sido escogida por Dios para la
encarnación de su hijo unigénito ya la hace merecedora de un tratamiento
especialísimo por todas las generaciones. Es lo que se llama respecto en sumo
grado o veneración. La misma que sentimos por la madre de un amigo o maestro al
que admiramos o se ha sentido por las madres de grandes hombres como Nelson
Mandela o Gandhi. Muy difícilmente un hombre tiene grandes principios si no ha
tenido una semilla de tales virtudes en su propio hogar.
María ya fue saludada por el arcángel Gabriel como “Alégrate
llena de gracia, el Señor está contigo” aún antes de que la concepción divina
se hubiese dado. De hecho, la llamó “plena de gracia”. Por tanto la plenitud de
la gracia de Dios en ella era previa a ser sagrario de Dios Hijo. Y el arcángel
no obró por cuenta propia. Era un “enviado”, así que sus palabras no eran las
de él mismo, sino una mera transmisión de las que Dios Padre le ordenó
transmitir.
María ya tenía una fe confiada en su hijo aún antes de
iniciar Jesús sus signos milagrosos en su ministerio público. En la boda de
Caná ella ya confiaba en lo que podía hacer su hijo y organizó todo para que no
hubiera infortunio en un matrimonio que apenas empezaba. Su fe era previa a
aquella que surgió en los discípulos luego de que Jesús apoyó su prédica con
signos sensibles del poder de Dios.
Abraham es el padre de la fe en el Antiguo Testamento. Lo
demostró en que creyó en el anuncio de una tierra prometida y salió de la mayor
o menor comodidad que tenía como pastor en la tierras de Mesopotamia donde se
desarrollaba la primera civilización hacia un lugar incierto en un viaje largo
y peligroso. Lo demostró en que aceptó en ofrendar a su hijo único, hijo que
Dios le dio tras toda una vida de haberlo esperado. Lo demostró en que creyó en
la palabra de Dios que le prometió que sería el padre de un pueblo tan numeroso
como las estrellas del cielo.
En el Nuevo Testamento no hay un Padre de la Fe. Hay una
Madre de la Fe. María. Lo demostró en la Anunciación cuando creyó en la palabra
de Dios que le ofrecía que a través de ella llegaría el Salvador tanto tiempo
esperado. Lo demostró al aceptar un largo peregrinar que comenzó por su
destierro a tierras egipcias huyendo de los poderosos enemigos que querían
matar a un tierno neonato. Lo demostró en aceptar ofrendar en la cruz a su hijo
amado a pesar de que “una espada de dolor” atravesaría su corazón (Lc 2, 35).
Los católicos creemos en la resurrección de la carne. Jesús
mismo resucitó, pero ese cuerpo resucitado no es como el nuestro. Está
revestido de una Gloria que no comprendemos y que tenemos la esperanza de
presenciar en la vida futura[1]. La
resurrección de Jesús en su cuerpo es la prefiguración de la resurrección que
tendrán quienes creen en Su palabra. Ese cuerpo resucitado es el mismo que
nació de las entrañas de María. ¿Qué hijo no se dolería de que menosprecien a
su madre? No reconocer la importancia de María es menospreciarla.
Desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos católicos
afirmamos estar completamente de acuerdo en que es una verdad contundente,
coherente y vinculada con las otras verdades de la revelación que la Virgen
María sea la mayor de las creyentes. Y creemos que haya podido ser asunta por
Dios todopoderoso al cielo en cuerpo y alma. Nos lo dice el sentido
sobrenatural de la fe que nos da el Espíritu Santo. Es uno de los “muchísimos
otros bienes” que le hayan podido ser concedidos y “que nadie podrá nunca
comprender”. Lo cierto es que el mismo Dios nos ha dado pistas para
comprenderlo. En 1858 ocurrieron toda una serie de sucesos sobrenaturales en
los que una bella señora se apareció a Bernadette Soubirou y preguntado su
nombre dijo ser la “Inmaculada Concepción”[2].
Este nombre confirmó la creencia de la Iglesia Católica de que María, madre de
Jesús, a diferencia de todos los demás seres humanos, no fue alcanzada por el
pecado original sino que, desde el primer instante de su concepción, estuvo
libre de todo pecado en atención a que iba a ser la madre de Jesús, niño en
todo igual a nosotros menos en el pecado, incluso el pecado original. Los
acontecimientos no quedaron solo en lo ocurrido ese año. Dicho mensaje es
preservado en el cuerpo incorrupto de Bernadette Soubirou, reforzando
claramente la capacidad de Dios de librar de la corrupción del pecado a la
Virgen María. Y si no hay pecado original ni corrupción, no hay muerte.
Es por tanto tema relacionado el de las apariciones sobrenaturales de la
Virgen María actuando a la manera de madre y maestra, en busca de la conversión
de vida de los seres humanos hacia Dios. Las palabras de sus apariciones jamás
han contradicho ni añadido nada a lo dicho en las escrituras, pero su amorosa
cercanía mueve el corazón mucho más que miles de prédicas. ¿No dijo Jesús que
haría lo necesario para recuperar a sus ovejas perdidas? ¿No son los mensajes
de su propia madre un llamado de la misericordia de Dios?
Lucas 1,78, el capítulo donde se narra la anunciación del arcángel, la visitación a Isabel y el canto del Magnificat nos dice: "por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, que hará que nos visite una Luz de la altura". Esa luz es María, por misericordia de Dios.
[1] San Pablo en Filipenses 3,
20-21 dice “Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como
Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo
nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de
someter a sí todas las cosas”.
[2] El significado de dichas
palabras era desconocido por la humilde campesina francesa.
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